Tribuna

Dorothy Day elevó el sermón de la Montaña a manifiesto

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Imprimiremos las palabras de Cristo, que siempre está con nosotros: Ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian y reza por los que te persiguen y calumnian, para que puedas ser hijo de tu Padre del Cielo, quien hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos. Lo dice una activista estadounidense libertaria y periodista comprometida políticamente: Dorothy Day.



Es 1942 cuando firma estas líneas indelebles en uno de sus editoriales en el Catholic Worker: “Seguimos siendo pacifistas. Continuaremos con nuestra resistencia cristiana pacifista. Nuestro pacifismo es el Sermón de la Montaña, por lo que no participaremos en guerras armadas ni en la producción de armamento, ni compraremos bonos del gobierno para continuar con la guerra, ni instaremos a terceros a hacer estos esfuerzos”.

Dorothy Day fue durante décadas la figura más incómoda del catolicismo estadounidense del siglo pasado. Según el historiador David O ‘Brien, “fue el personaje más importante, interesante e influyente en la historia del catolicismo estadounidense”. Fue tan relevante que hasta el FBI la consideró peligrosa. Se hizo católica en 1927 y fundó en 1935 con Peter Maurin, The Catholic Worker, la revista católica que en dos años pasó de 2.500 a 150.000 ejemplares, que aún se publica y que se ha convertido en el epicentro del amplio movimiento del Catholic Worker.

Una labor que no es solo editorial a través de la revista, sino que también se concreta en la creación de casas de acogida y comunas agrícolas junto a otros centros de acción social. Se trata de un movimiento que quiso servir a los pobres y a los descartados y, al mismo tiempo, desafiar a las estructuras que tantas desigualdades provocan, en paralelo con el compromiso pacifista en varios frentes como la guerra fría, el terror nuclear, Cuba o Vietnam.

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Nacida el 8 de noviembre de 1897 en el 71 Pineapple Street en Brooklyn. Dorothy Day fue una mujer de acción durante toda su vida. Nunca dejó de protestar contra la injusticia social y lo hizo como creyente católica y como mística. El Papa Francisco, en 2015 en Washington en la sede del Congreso, habló de ella como una de las figuras que “han dado forma a los valores fundamentales que permanecerán para siempre en el espíritu del pueblo estadounidense”, junto a Martin Luther King, Abraham Lincoln y el trapense Thomas Merton. Y probablemente Dorothy representó el mayor grado de compromiso en la aplicación de las enseñanzas sobre justicia económica y social y sobre los males de la carrera armamentista.

Fue una creyente militante, del lado de los desempleados y de las personas sin hogar. Siempre estuvo junto a esa humanidad vulnerable a la que habían golpeado la crisis económica del 29 y la Gran Depresión. Ahí estaba Dorothy Day, una especie de conciencia radical de la Iglesia católica estadounidense, y no solo en ese momento, porque su fuerza no mermó con la edad.

Su vida de acción y pensamiento terminó a los ochenta y tres años y estuvo marcada por el dinamismo de la caridad y por una dimensión mística en relación constante con Cristo. Vivió guiada por el discurso de las Bienaventuranzas. La suya es la aventura inolvidable de una mujer de fe, que no estuvo exenta de inquietudes, pero que nunca dudó de una fe que llama a todos al servicio.

Un movimiento social católico

Dorothy Day comenzó esta aventura en 1927 cuando afrontó una profunda crisis, atrapada entre su deseo de vivir la fe dedicándose a las personas que son víctimas de la injusticia social y una Iglesia católica que parecía no tener espacio para tales cosas, como si tuviera miedo de ensuciarse las manos. El 8 de diciembre de 1932 fue al santuario de la Inmaculada Concepción en Washington y rezó. La respuesta no tardó en llegar. Al día siguiente, al regresar a Nueva York, la esperaba un tal Peter Maurin, un católico de origen francés que tenía la idea de crear un movimiento social católico en Estados Unidos y buscaba una persona que pudiera escribir bien y compartir sus ideas y su proyecto.

De ese encuentro providencial nació el Catholic Worker Movement que se estrenó con su periódico el 1 de mayo de 1933 en la Union Square de Manhattan, en plena Gran Depresión. El diario se vendía al precio simbólico de un centavo y aún hoy ha mantenido el mismo precio. Promovió una línea de apoyo a trabajadores y sindicatos, de acuerdo con las primeras encíclicas sociales y, con gran realismo y previsión anticipándose a los tiempos, fue fuertemente crítico con ciertos aspectos de la industrialización que aún hoy producen unos desperdicios y un consumismo contrarios a una formación sana de la persona.

Paralelamente a la acogida de personas sin hogar en la casa de Manhattan, el movimiento compró algunas fincas donde, en comunidades de familias, se revalorizó el trabajo manual y el contacto con la naturaleza. En todo Estados Unidos se abrieron otras casas de acogida a la vez que el periódico circulaba por las diócesis y parroquias de todo el país.

No me llames santa

En los años sesenta Dorothy Day viajó a Italia tres veces, dos durante el período del Concilio Vaticano II en 1963 para solicitar que los padres conciliares se pronunciasen a favor de la paz, y una vez en 1967 cuando recibió la comunión de parte de Pablo VI. Como prueba de la estima de la que gozaba en el mundo católico americano, en 1976 pronunció un discurso en el Congreso Eucarístico de Filadelfia y, al año siguiente por su 80 cumpleaños, recibió un saludo personal de Pablo VI. En 1979 recibió la visita de la Madre Teresa de Calcuta en Nueva York.

En su autobiografía escribió: “Cuando muera, espero que la gente diga que he tratado de recordar lo que Jesús nos dijo, sus maravillosas historias, y que he tratado de vivir siguiendo su ejemplo y la sabiduría de escritores como Dickens, Dostoievski y Tolstói, que vivieron siempre pensando en Jesús”. ¿Una santa para los tiempos de hoy? “No me llames santa. No quiero que me rechacen tan fácilmente”, dijo.

La causa de canonización, apoyada por la diócesis de Nueva York, está en marcha. “No quiero tener en mi conciencia el hecho de no haber hecho algo que Dios quería”, dijo el cardenal John J. O’Connor cuando en 2000 abrió la causa, que no parece haber avanzado desde entonces.

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En la capilla del cementerio de Staten Island, en las vidrieras que representan a los santos estadounidenses, ella ya está. Es un ejemplo a seguir en un mundo donde la división entre ricos y pobres ha alcanzado desproporciones aún mayores que las que ella denunció, un testimonio profético a la luz de las últimas encíclicas Laudato Si’ y Fratelli tutti. Es un modelo por haber tenido las Bienaventuranzas como brújula en todo lo que emprendió.

Ya enferma del corazón, murió en Maryhouse, la casa de acogida para mujeres de Nueva York, el 29 de noviembre de 1980. Muchos periodistas asistieron a su funeral. Uno de ellos aseguró que “vivió como si la verdad fuera realmente cierta”. Y otro preguntó a Peggy Scherer, editora del Catholic Worker, si el movimiento continuaría sin su fundadora: “Hemos perdido a Dorothy, pero todavía tenemos el Evangelio”, respondió.

Dorothy Day fue enterrada en Staten Island en un prado con vistas al océano, a poca distancia de la playa donde tuvo lugar su conversión. En la pequeña lápida decorada con una imagen de unos panes y unos peces, que se usaba muchas veces en el Catholic Worker, solo están grabadas dos palabras elegidas por Dorothy: Deo Gratias.

*Artículo original publicado en el número de junio de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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