Duelos, sí, no duelo. Duelos porque este tiempo que nos está tocando vivir ha trastocado hasta eso. El duelo es un tiempo difícil que hay que vivir cuando llega; hay que procesar; hay que superar; y que hay que encajar en la nueva situación en la vida. En definitiva, hay que aprender a vivir sabiendo que se puede volver a ser feliz, aunque la vida no volverá a ser igual.
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Habrá que ir preparándose porque son demasiados los duelos que muchas personas van acumulando y que, dadas las circunstancias, no pueden procesar, ni vivir, ni nada. Y, cuando llegue el momento de dejar que los sentimientos sigan su curso normal, saldrán a borbotones, como una presa que suelta agua con toda su fuerza.
Sacerdotes en general y párrocos en particular; laicos preparados –dentro de lo triste es una oportunidad para dejar aflorar ministerios hasta ahora orillados– religiosos en sus diversos espacios y lugares, y obispos en sus diócesis, deberán estar preparados para un largo tiempo de acompañamiento. Y, más todavía, un tiempo de duelo en el que todos vamos a necesitar estar pendientes de todos. Porque todos hemos perdido a alguien más o menos cercano, más o menos conocido, y todos hemos perdido a alguien desde el momento en el que nos sentimos solidarios, comprometidos, y hacemos nuestro el dolor ajeno.
Son muchos los duelos a los que habrá que hacer frente y de muy diversos tipos; duelos de adultos; duelos de jóvenes; y duelos de niños, a los que habrá que explicar la razón por la que, de repente, sus abuelos ya no están, o sus padres ya no están. Todos los duelos van a ser complicados en una sociedad que ha arrinconado lo que no le gustaba y, por supuesto, a la muerte, y que ha privado a sus miembros más pequeños de conocer el último paso en este mundo, con naturalidad y vivencia desde la fe, desde la creencia que se practique o desde lo que sea. Como si no conocerlo y vivirlo de cerca evitara el dolor cuando llega.
La fe y el dolor
Muchas personas harán preguntas normales y lógicas en un proceso de duelo; muchas las harán desde una fe que, probablemente ahora, han recordado lejana o perdida en algún recodo del camino de la vida; otras, cuya fe ha sido algo vital, también se harán esas preguntas porque, no olvidemos, la fe no quita el dolor, ayuda a sobrellevarlo y a superarlo, pero no lo quita.
El primer duelo acumulado, angustioso, es el de dejar a sus familiares a la puerta de los hospitales donde no pueden entrar; el segundo duelo, tremendo, el de saber a sus seres queridos solos en un trance muy especial que a todos nos hace más vulnerables espiritual y psicológicamente; el tercero, inmenso, saber que han muerto sin poder acompañarlos y, ni siquiera, poder velar el cadáver y acompañar su entierro -solo dos personas de la familia- desde la distancia, teniendo que decidir quién va y quien se queda. Muchas despedidas contenidas; muchos abrazos pendientes; muchos proyectos que contar y compartir. Todo con el denominador común de la soledad.
Vamos a tener que revisar muchos aspectos de nuestra vida –deberíamos ir haciéndolo ya– y uno va a ser cómo celebrar los funerales. Ningún funeral debería ser una ceremonia no vivida intensamente, ni incomprensible en sus signos y símbolos, ni que no procurara consuelo. No es momento de cuestionar los motivos por los que la gente no los entiende –o por los que no hemos sido capaces de explicarlos bien–. Ahora no vamos a tener tiempo de preparar todo esto; todo va a ser masivo. Tiempo habrá, espero.
Pero habrá que aceptar que muchas personas necesiten explayarse en esa ceremonia y decir lo que no han podido decir en el momento que correspondía; leer ese poema que tanto gustaba al difunto; cantarle esa canción que siempre le hacía sonreír; o, simplemente, compartir con los asistentes lo buena persona que era. Para que no queden dudas; para sentir que, pese a todo, no le hemos abandonado y que recordamos lo que le gustaba. Es un primer paso, muy necesario, en el proceso del duelo.
Ya habrá tiempo de revisar normas –más o menos oportunas– y de replantearse algunas catequesis. De momento, hay que dar tiempo al tiempo y permitir ciertas licencias –de las que Dios no va aquejarse– para asumir que nuestros seres queridos no han muerto, sino que duermen abrazos por un Dios que derrocha misericordia con todos.