Tribuna

Ecumenismo y evangelización

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“A nosotros nos corresponde volver a expresar cuál es nuestra genuina identidad, nuestra razón fundacional…”.

Establecer el inicio de nuestra era en el nacimiento de Jesús es mucho más que un recurso convencional. A partir de entonces, todos los hombres, sea cual fuere su condición y el lugar en el que vivieran, serían hermanos, iguales en valor, merecedores de idéntico respeto.

Y en esa creación de la unidad moral del género humano, la historia se partía en dos, dejando atrás las religiones locales, los pueblos elegidos y afirmando la estricta universalidad del mensaje cristiano.

La libertad de todos y cada uno de los hombres, la validez exacta de quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, la condición de criaturas provistas de una dignidad intangible y de una existencia sagrada, son los criterios para dotar de sentido moral a nuestra vida y las bases sobre las que la promesa de nuestra salvación se hace posible.

El cristianismo ha sido la comunidad de fe que ha custodiado el significado radical de este mensaje, enfrentándose a todas las circunstancias históricas que han intentado derogarlo.

Nuestro ecumenismo no debe llevarnos a proclamar la validez idéntica de todas las formas de vida religiosa ni, mucho menos, a apreciar que toda fe puede ser aceptable si proporciona consuelo y rectitud moral a quienes la profesan. No se trata de una cuestión del respeto a las personas, que debe darse por sentado; se trata de una responsabilidad más alta, que se refiere a la afirmación de la singularidad del cristianismo, en su voluntad única de equiparación de los hombres, liberación de su voluntad y propuesta de redención del género humano sin distinción de tiempo y de lugar.

Y se trata también de la exigencia de la evangelización, de anunciar la buena nueva de Jesús: quien me confesare ante los hombres, yo le confesaré ante mi Padre que está en los cielos.

El humanismo laico de la Ilustración inició la historia contemporánea proclamando su propio sentido de la universalidad, que incluía la consideración de la cultura europea como la creadora de las instancias de libertad y de realización plena de la vida del hombre en una sociedad justa. Lo que luego se convirtió en una forma habitual de concebir los derechos del ciudadano, solo podía haber brotado de un espacio cultural diseñado por el cristianismo.

La superioridad de la cultura cristiana se fundamenta en el anuncio de la unidad moral del género humano, a la que debe añadirse la perspectiva europea y mediterránea desde la que fue proclamada, identificándola con la modernización del mundo clásico.

Los innegables y dolorosos abusos cometidos, en la penosa historia del imperialismo o en la inaceptable reducción de seres humanos a condiciones humillantes, fueron torpes manifestaciones de la sustitución del mensaje esencial del cristianismo por una equivocada lógica del progreso, carente de la sustancia de nuestra fe. No nos permitamos ahora la ingenua confianza en que felices acuerdos de creencias antagónicas llevarán a definir un nuevo marco moral para la humanidad.

Nuestra intransigencia ante la injusticia, nuestro respeto a la libertad de conciencia no deben confundirse con el menoscabo de la integridad y singularidad de nuestra fe. A nosotros nos corresponde, por el contrario, volver a expresar cuál es nuestra genuina identidad, nuestra razón fundacional.

El cristianismo creó la concepción universal y libre del hombre, dio idéntico valor a todas las criaturas y afirmó en el amor al prójimo el vínculo esencial de nuestra sociedad. No somos la variable occidental de un humanismo con base religiosa. Somos los custodios y portadores de un mensaje que solo se comprende en su dimensión universal. En el nombre de Jesús, solo en su nombre, nuestro compromiso con el ser humano adquiere la trascendencia de una alianza restablecida con Dios, a costa de la sangre de su Hijo, y con la mirada puesta en todos los que han sido creados por su voluntad.

En el nº 2.832 de Vida Nueva.

 

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