Para Antonio Rosmini, la alegría es una consecuencia de la vida moral y por ello la tiene muy presente. No considerar la alegría con alegría sería mutilar al hombre, ya que el hombre no es hombre si no tiene apetito por ella, por la felicidad, por algo que lo haga sentir pleno definitivamente.
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La alegría es un signo seguro de la vida de Dios en el alma, concluye Leon Bloy. Además es un signo de la vida de Dios. El Eclesiastés ahonda en estas cuestiones al afirmar que, al guardar los mandamientos de Dios, el hombre encuentra toda la felicidad (12,13).
En la alegría cada hombre, cada ser humano, eleva desde su corazón un sí a la vida. Entre los versos que dan color al Diván de Oriente y Occidente de Goethe, el gigante poeta alemán canta sobre la grandeza de la alegría por ser ahí, puesto que, un corazón abrazado al calor de la alegría, es dueño de unos ojos afortunados, ya que como quiera que fuese, todo lo que alcanzan a ver es en verdad muy bello.
Comprender que la alegría constituye la vida interior de Dios nos permite aceptar que vivimos en medio de lujos maravillosos que se esconden en soles, planetas, lunas, estrellas, incluso en la propia existencia, como entiende Goethe.
Conciencia de la alegría
Si la educación es un camino que ayuda a sacar de dentro aquello que nos hace únicos e irrepetibles, entonces estamos de acuerdo al afirmar que ella es también camino para conducir desde la interioridad del hombre la alegría de serlo y fundamentalmente de hacerlo consciente de ello. La alegría de existir es inicialmente un sentimiento inmediato y casi inconsciente. Por medio de la educación podemos mostrar los caminos para que se alcance la conciencia de ese gozo que se desnuda en la existencia misma y es que ese sentimiento de la existencia, sean las circunstancias que sean, es lo que incrementa ese gozo.
“Todos los días del afligido son malos, pero el de corazón contento tiene un festín continuo. Mejor es lo poco con el temor de Dios que un gran tesoro donde hay turbación”, dice el libro de Proverbios (15, 15 – 16). Esto me recuerda a Juliana de Norwich, mística inglesa del siglo XIV, que en sus Revelaciones del Amor Divino afirma que, en una ocasión, Jesús le dijo: “Todas las cosas acabarán bien; y tú misma verás que todo acabará bien”. En tal sentido, la educación debería afirmarse en conducir al hombre a confiar en Dios que es amor y fuente de alegría.
Esta verdad enclavada muy dentro de nosotros, la intentó hacer brotar San Pablo cuando le escribía a los filipenses que nos alegráramos en el Señor, puesto que Él siempre está cerca. La certeza de esa cercanía no permite que nos inquietemos por nada; «más bien presenten en toda ocasión sus peticiones a Dios en la oración y la súplica, llenos de gratitud» (Flp 4, 4-7). Esta verdad es la que la educación debe conducir hacia el exterior. Hacer al hombre consciente de esa verdad que lo posee, pero que el mundo ha distorsionado.
Una alegría más…
Escribe el estoico Marco Aurelio que es propio del hombre de bien, amar y acoger con alegría los acontecimientos que salen a su encuentro y que están vinculados a él por el Destino. A lo que remata otro estoico no menos importante: “¡Destino, yo te sigo! ¡Si no quisiste, tendría que hacerlo por necesidad y con lágrimas en los ojos!” (Epicteto). A esto apunta la filosofía de Antonio Rosmini, sólo que no contempla al Destino, sino a Dios, a quien se somete como fuente de toda perfección.
El corazón es el estadio mas íntimo, personal y definitorio de todo ser humano. Allí está sembrada la llave que abre las puertas, no sólo hacia la alegría más plena, sino a la plenitud misma. Por ello el interés de buscar un corazón de carne en vez de uno de piedra. Por ello las palabras de Jesucristo hicieron arder el corazón a los de Emaús: el camino es ese, y Simón Bolívar lo supo cuando le reconoció a su maestro, Simón Rodríguez, haber formado su corazón “para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”. Estos tiempos reclaman eso, una educación con menos razón y mas co-razón. Paz y Bien.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Director del Colegio Antonio Rosmini. Maracaibo – Venezuela