Tribuna

Educar para el diálogo

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El Papa Francisco ha demostrado, desde el inicio de su pontificado, ser un hombre para la cultura del encuentro a través del diálogo y la amistad social. Ha demostrado ser un hombre en permanente salida hacia el otro que, además, se ha caracterizado por el cuidado del lenguaje al realizar el diagnóstico, la comprensión hacia debilidades y errores, el uso de los condicionales, la cantidad de matices empleados, hacen que su propuesta tenga el tono de una conversación, de un intercambio de ideas. Un hombre del acercamiento que nos sirve de modelo para estructurar una educación para el diálogo.



Una educación para el diálogo construida con humildad, incluso a costa de «tragar quina», es decir: sobrellevar un disgusto, porque es necesario evitar que en nuestro corazón se levanten «muros» de resentimiento y odio. Edificar una educación cristocéntrica que promueva la búsqueda de la verdad entre los hombres y no imponer razones a costa de lo que sea.

Esto implica fraguar el corazón para la militancia de la escucha, ya que ella es una disposición radical hacia la verdad: palabra y escucha. La palabra que parece nacer de una inclinación hacia el encuentro interpersonal y el vacío pleno de la experiencia orante, hablante, la que sale al encuentro de la escucha y se abrazan con la finalidad de que, esa palabra, se transforme luego en escucha y viceversa.

Papa Allahshukur

Entre la palabra y la escucha

En ese abrazo entre la palabra y la escucha, como disposición radical hacia el otro, se va a fundamentar el diálogo, pero un diálogo capaz de trascender la dialéctica y una presunta objetividad. Hablamos de un diálogo que constituya una confianza recíproca en un aventurarse común en lo desconocido, sin ningún «a priori», aquel que transforma la «arena» lógica de la lucha entre las ideas, en un «ágora» espiritual del encuentro de dos seres que hablan, escuchan y que podrían ser conscientes de ser algo más que máquinas pensantes. Una educación para el diálogo, así lo comprende el Papa Francisco, abre la posibilidad de “hacernos para todos” tratando de «ver en el otro la imagen de Dios».

Una educación para el diálogo es una educación que ha puesto a Cristo en el centro de su acción fecunda que, más allá de satisfacer un deseo de verdad, responda a una aspiración a la armonía, a la concordia, ya que, muchas veces lo que llamamos “verdad” es una especia de absoluto cerebral que ha sustituido su naturaleza originaria: ser pluralista, más que plural. Esto, creo yo, es lo esencialmente humano, no somos solo «razón», somos algo más.

La palabra que transforma

El Libro del Amigo y del Amado es la obra más conocida de Ramon Llull. Se trata de un conjunto de 366 aforismos o composiciones versiculares destinadas a la reflexión contemplativa. En uno de los aforismos escribe lo siguiente: “Cantaba el pájaro en el huerto del Amado. Vino el amigo y dijo al pájaro: Si no nos entendemos por el lenguaje, entendámonos por el amor; porque en tu canto se representa a mis ojos mi Amado”. El lenguaje es aquella mediación que, en ocasiones, nos limita, para poder hablar con el Amado. El lenguaje se queda corto cuando el interlocutor y yo no compartimos el mismo código.

Para que un diálogo sea efectivo, es decir, logre sus propósitos, intenciones y fines, se requiere, por consiguiente, que los usuarios del lenguaje estén capacitados para la interacción comunicativa. Nuevamente, la palabra, si tan solo le permitiéramos a la palabra ser imán del corazón, entonces podríamos comprender aquello que afirmó Octavio Paz: “la palabra es un instrumento mágico, esto es, algo susceptible a cambiarse en otra cosa y de transformar aquello que toca”. Tal y como sucediera con los dos de Emaús y Cristo resucitado cuyas palabras dialogantes quemaban el corazón abriendo los caminos para la transformación. Paz y Bien.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela