Durante el medio siglo que duró la guerra, el efecto colateral fue el miedo. Es natural, ¿a quién dejan impávido el cruce de proyectiles, las esquirlas de las bombas, la huida en mitad de la noche?
Colombia vivió el último medio siglo con la marca ubicua del miedo. Generación tras generación, las gentes se “engatillaron” -neologismo apropiado- ante la aparición de un enemigo que se agazapó entre tinieblas en sus mentes.
Los caminos rurales quedaron vedados, la luna alumbró en vano, cuidado con encender ninguna hoguera delatora. Los niños aprendieron que debajo de la cama había una trinchera y que un “muñeco” no era un juguete sino un cuerpo encallado en los manglares.
Las ciudades no estuvieron lejos de esta paranoia. Sus calles se cargaron de tigre, los vecinos se gruñían unos a otros. Los televisores se encargaron de refrescar a mañana, tarde y noche que el país era un ataque continuo.
Los casi cincuenta millones de sobrevivientes se volvieron una turba agresiva. Difícil conseguir un ejemplo más apropiado para la sentencia de Thomas Hobbes “el hombre es lobo para el hombre”.
En 2016 se acabó la guerra. Al menos en lo tocante al grupo guerrillero mayor, que cesó fuegos, firmó acuerdo de paz, se concentró en campamentos laboriosos, dejó las armas. A pesar de que subsisten otras tropas irregulares, a derecha e izquierda, el principal motor de hostilidades se apagó. El más alto símbolo bélico se desmontó.
¿El advenimiento de esta paz significó la derrota del miedo? Tristemente no. Los ciudadanos siguen temblando. Pulula la desconfianza en la seriedad de los armados, ahora desarmados. Muchos creen que se les concedió demasiado y que más pronto que tarde los exguerrilleros se tomarán la política para implantar un régimen expropiador, perseguidor de la prensa, represor de libertades.
He aquí la paradoja: no silban balas, pero el país tiembla. La explicación salta a la vista, el miedo no estaba en los cuerpos sino en los cerebros. Mataban menos las perforaciones que las argucias de las sombras.
Los amigos de la guerra, aquellos que sacan provecho político y económico de ella, conocen muy bien esta configuración de la naturaleza humana. Saben que el miedo acorrala, divide a todos contra todos, paraliza. De modo que cuando se suspenden las batallas, medran utilizando sospechas, falsos rumores, trapos oscuros.
Por increíble que parezca, el miedo también deviene efecto colateral de la paz. Desarmar los brazos no necesariamente equivale a desarmar las mentes. Se firmó un acuerdo de paz para los fusiles pero hizo falta el armisticio y el indulto para el avispero que zumba adentro de cada colombiano atormentado.
Se les dejó el terreno libre a los envenadores de acueductos espirituales. Se les abrieron los micrófonos, se les endiosó como voceros de una oposición que más bien es obstrucción. Estos actuaron con prisa y sin pausa, pescaron en río revuelto, aguijonearon el instinto reptil de las cabezas prolongadamente amedrentadas.
El resultado es una colectividad sin alegría por la paz y con terror por lo que ha de venir. La coyuntura y escenario es el de unas elecciones presidenciales que en un año definirán por parejo la suerte de la paz y el miedo.
Es preciso, pues, adelantar una mesa de negociación con este miedo y sus impulsadores. O, mejor, solamente con el miedo que es un mecanismo instalado en las moléculas de cada persona y que cada persona es capaz de desbaratar por sí misma.