MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
Uno de los temas que más me espeluznan de la actualidad es el aumento de la extrema derecha en una gran mayoría de los países europeos. Pensar que en Austria el FPÖ de Norbert Hofer ¡ha estado a punto de ganar las elecciones! Al final, la victoria de los verdes por un pequeño margen de 30.000 votos es lo que ha impedido que un partido de tal signo vuelva a gobernar en Europa por primera vez después de la II Guerra Mundial.
Pero esa mínima victoria no nos puede hacer olvidar que la mitad del pueblo austríaco tiene una ideología filonazi. Y no son los únicos. Jobbik en Hungría, que ya en 2014 se hizo con el 20,3% del Parlamento –lo que supone un millón de votos en un país que no llega a diez millones de habitantes– y que pretende hasta eliminar el sufragio universal, o Amanecer Dorado en Grecia, Ley y Justicia en Polonia, UKIP en Reino Unido y, más próximo a nosotros, en la Francia de la Revolución y las libertades, el partido xenófobo de Marine Le Pen crecen en progresión geométrica.
Pero debemos tener presente que medidas de este tipo, como la expulsión de los gitanos, han sido tomadas por Sarkozy, en primer lugar, y por Hollande, después, tras comprobar que el 70% de la población quería que fueran expulsados. En 2010, con Sarkozy en el poder, fueron expulsados más de 8.000 romaníes por el mero hecho de pertenecer a una determinada etnia, que ya fue masacrada por Hitler. Incluso un alcalde francés se permitió decir que “Hitler no mató a suficientes gitanos”. En los campos de concentración murieron gaseados más de 500.000, a muchos otros se les dio muerte también para hacer experimentos científicos y a gran parte se les esterilizó.
Siempre que veo una película o leo un libro sobre esos atroces hechos me pregunto cómo pudo ser, qué ocurrió para que el país más civilizado y culto de Europa pudiera cometer tal barbarie. Por qué ciudadanos que hasta entonces habían convivido pacíficamente dejaban de hacerlo y se convertían en enemigos acérrimos. Y por eso me ha interesado mucho investigar los años anteriores, cómo fue gestándose, poco a poco, silenciosamente, el holocausto nazi.
No querría parecerles pesimista, ni exagerada, pero muchos de los hechos que entonces se vivieron se están repitiendo hoy en Europa. Y el mecanismo siempre es el mismo: atribuir los males de la sociedad a un chivo expiatorio, sea este judío, gitano, musulmán o extranjero que amenaza nuestra identidad. Achacar la crisis económica, no a la especulación, la corrupción, la evasión de impuestos y la codicia de tantos, sino a los refugiados que huyen de múltiples guerras o atentados.
¿Se está incubando de nuevo el huevo de la serpiente? Ojalá no, pero debemos actuar. El Papa, al recibir el Premio Carlomagno, se preguntaba: “¿Qué te ha sucedido, Europa humanista, defensora de los Derechos Humanos, de la democracia, de la libertad?”. Sí, Europa ha perdido su alma al alejarse de sus valores fundacionales, de la defensa de la dignidad de toda persona por el mero hecho de serlo. Por eso, como Francisco, sueño con una Europa en la cual ser emigrante no sea un delito, una Europa que acoge y apoya, en lugar de un lugar temeroso e intransigente que construye muros y vallas con cuchillas, una Europa que recupere su alma haciendo políticas “centradas en los rostros, no en los números”.
Nada grande se ha construido en la Historia sin luchar por ello, cada derecho ha sido una conquista. Y solo de nosotros depende reconquistar el alma de una Europa que ahora parece haberla perdido.
En el nº 2.992 de Vida Nueva