“Dios viene a nosotros en cada hombre y en cada acontecimiento” (Prefacio de Adviento)
Habías estado en la Eucaristía dominical, llevas ya tiempo participando. Tus ojos tienen un brillo especial en la celebración. Este Domingo, que era de la alegría, de Gaudete, me habías avisado que querías hablar unos minutos tras la celebración. Charlé con varias familias y tu esperaste pacientemente. Nos acercamos y comenzó nuestra conversación. Querías hablar conmigo porque estabas afectado, en tu proceso de curación de la adicción había surgido una vivencia en la terapia que te tenía muy nervioso y preocupado.
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Tu emoción está a unos niveles altísimos, cualquier cosa te afecta, le das mil vueltas, y antes cualquier contratiempo parece que se te viene todo abajo. En este momento parecía que tus ilusiones se aguaban por el suceso. Tú que estás ilusionado con volver a besar a tu hija pequeña, que lo veías ya cercano, y ahora ¡zas¡ , parece que todo vuelve atrás. Estas emociones, tan a flor de piel, lo mismo apacientan mansamente, que nos hacen vulnerables e irascibles. Tú estabas mal y tenías que compartirlo en libertad, la misa te había ayudado, pero querías una conversación para desahogarte en libertad.
Lo vivido
Comenzamos juntos a desgranar esos sentimientos emocionales, ese disgusto, y ponerle nombre a cada momento, cada persona, cada palabra, para que la sombra se fuera empequeñeciendo y tu mente y tu corazón fueran asumiendo con paz el momento y lo vivido, como algo más de lo que aprender y no permitir que derribara todo lo construido. Hablamos de la oración comunitaria que habíamos hecho en el centro, de las personas que estuvimos y del contenido de nuestra oración. Te recordé la pregunta que te suscitó a ti el texto evangélico del paralítico llevado entre cuatro amigos ante la presencia de Jesús.
Te preguntabas que porqué buscabas con mucha intensidad a Dios a cuando te encontrabas tan destrozado y hundido, y después no le dabas tanta importancia. Isabel te comentó con sabiduría que cuando nos consideramos dioses por nuestro bienestar es fácil abandonar a Dios, pero cuando nos damos cuenta de nuestra debilidad como hijos de Adán necesitamos sentirnos hijos de Dios. Estuvimos comentando cómo cuando estamos tan mal, igual no es que nosotros busquemos con más intensidad a Dios, sino que Dios nos quiere y nos busca con más intensidad a nosotros. Que ahora está siendo un momento especial de la ternura de Dios contigo, que no te va a abandonar. Tú lo traducías con palabras de tu terapia y proceso muy apropiadas, Dios me quiere y tengo que hacerlo ahora no por nadie, sino por mí mismo. Dios te quiere por ti mismo, y quieres que luches por ti.
Descalzarme
Me dijiste que estuviste con la tentación de abandonar e irte, pero sabías que estabas solo, irte era hundirte, tus compañeros te ayudaron a verlo, a reconciliarte contigo mismo, a recuperar tus deseos de sanarte y tu confianza. Ahí estabas, delante de Dios en la eucaristía, con la comunidad que poco a poco vas conociendo, hablando conmigo con una trasparencia y una confianza que me conmueven y me hacen sentir que he de descalzarme por eres una zarza ardiendo y que en ti se cumple lo que dice el prefacio, que Dios viene a nosotros en cada hombre, en cada momento que compartimos de verdad y de vida.
Allí estabas tú delante de mi en medio de la calle, siendo el Dios que viene a mi encuentro. Lo estaba sintiendo y viendo con claridad total. Cuando te desahogaste y te hablé también de mi debilidad compartida contigo, de lo que tú me iluminabas con tu experiencia y tu espiritualidad, sentía que estábamos teniendo una alegría verdadera. Lo veía en tus lágrimas sinceras, de emoción positiva, y lo sentí cuando nos dimos un abrazo de despedida.
La ternura más eterna
Al abrazarnos, a pesar de nuestras mascarillas oficiales, me transfiguraste con un beso sonoro y auténtico. Recordé los besos de mi madre, eran como había sido el tuyo, con una ternura infinita, fuertes para quedarse para siempre en una alianza perpetua. En ese beso sentí el amor puro de Dios, su ternura más eterna. En ese beso contemplé el deseo que tienes de besar a tu hija, de volver a tu madre y a tus hermanos, de seguir viviendo y queriendo, de renovarte por dentro, de amar a tu Dios. Pero, sobre todo, sabes lo que descubrí, que Dios quiere besarte a ti de esa manera y que tú lo sientas para siempre, para que aprendas a quererte y valorarte, que sepas encauzar todas tus emociones en la vinculación de un amor curativo y soñador.
Sí, tu beso, no había duda, era beso de Dios, el de “gaudete”, el que me invitaba a estar alegre en el Señor, en tu persona, en tu vida. Había comulgado en la celebración con los mayores y ahora eras tú el sacramento presente y real de Dios en el beso regalado tan gratuitamente. No sé si tú necesitabas darlo, lo que tengo claro es que yo necesitaba recibirlo, lo guardo como un tesoro, eres en tu debilidad un regalo de la ternura de Dios.