FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
“La auténtica democracia es aquella que tan solo permite acordar cuando el acuerdo se logra por el convencimiento, la generosidad y la renuncia…”.
La renuncia de Benedicto XVI ha expuesto ante el mundo la existencia de una virtud social en la Iglesia –que la acompaña desde sus orígenes– y de la que los católicos no solemos alardear, sufriendo incluso la acusación de ser contrarios a su implantación. Es el someter a elección el nombramiento de papa y de establecer limitaciones e incompatibilidades a los cargos establecidos a través de una designación reglada, como es el caso de los obispos y los cardenales.
La democracia, en una de las manifestaciones más trascendentes como es la electoral, es un procedimiento que la Iglesia aplica para elegir papa desde hace veinte siglos. La historia nos enseña que mientras los emperadores romanos lo eran por razones de sangre, los primeros papas eran elegidos en su condición de obispos de Roma, siendo votados por los clérigos y laicos de sus diócesis.
Primero votó el conjunto de los fieles; luego se reservó la elección a sacerdotes y diáconos, aunque sometiendo la propuesta a la asamblea de los fieles. Hay un momento en que se encomienda a los párrocos de Roma designar al nuevo papa, condición que simbólicamente se mantiene, ya que los cardenales, al ser nombrados, tienen entre otras dignidades la de ser titulares de una de las muchas iglesias que forman la diócesis romana. Por tanto, hoy como ayer el Papa es elegido por los sacerdotes, aunque sean cardenales, de la diócesis en su jurisdicción eclesiástica.
Sintámonos orgullosos de la aplicación práctica
de una verdad tan cristiana como la que dice que
todos somos iguales ante los ojos de Dios,
y este principio es el que establece
el origen de los poderes temporales en la Iglesia.
En torno al año 1000, la expansión de la Iglesia, y sobre todo el carácter de Pontífice Máximo que tiene el sucesor de Pedro, aconseja delegar los comicios en un colegio electoral cualificado y representativo, pero restringido, ya que se hace imposible seguir con un sistema de voto directo y universal, que ni las comunicaciones de la época permitían ni la implantación universal de la Iglesia aconsejaban. Por ello se toma la decisión de que sea el Colegio Cardenalicio el que continúe la costumbre, hoy diríamos el uso democrático, de que el Vicario de Cristo en la Tierra sea elegido por votación secreta.
Reforzando los controles y cautelas del proceso, se observa que desde un principio se mantienen dos normas fundamentales en el cónclave. La primera, su carácter enclaustratorio para evitar influencia exterior. La segunda, la necesidad de obtener una mayoría de votos extraordinariamente elevada que, desde un principio, ha sido casi siempre de dos tercios, como hoy.
Escrutinio electoral por papeletas, voto secreto emitido en cabina electoral, control por urnas, mayoría excepcional para garantizar legitimidad y, a la vez, consenso… Hablamos de conquistas democráticas a las que la sociedad accedió en el siglo XIX y que hoy aún no se aplican en muchos países del mundo.
Pero también hablamos de una práctica secular de la Iglesia que ha servido de paradigma a la sociedad civil, influyendo en la democratización de la misma: los cónclaves reúnen todos los requisitos mencionados anteriormente y parece como si los sistemas electorales en vigor se inspiraran en su funcionamiento y en sus complejas garantías.
Esta naturaleza democrática en la religión católica no se reduce a la elección de papa. También desde hace más de un milenio, la vida monacal y las reglas de las principales órdenes religiosas, masculinas o femeninas, son ejemplo de esta organización democrática, con el valor añadido de su carácter singular y excepcional durante los siglos oscuros de la Edad Media, del poder feudal y de las monarquías absolutas; en definitiva, de un mundo de vasallos y súbditos.
En los monasterios, los monjes elegían su abad. Numerosas veces se establecía la limitación de mandatos y se fijaba un número de años para ellos. Las grandes decisiones generalmente eran claustrales y las responsabilidades más importantes se repartían entre ellos, según su preparación.
Los capítulos generales fijan siempre un sistema representativo de todos sus integrantes para elegir a los superiores generales. En muchos no existe la reelección y los mandatos oscilan entre cinco y siete años, salvo en los jesuitas, que es de por vida, aunque el último ya dimitió. Los acuerdos requieren mayorías importantes e incluso los dominicos exigen la unanimidad, lo que para mí representa el más excelso ejemplo de la auténtica democracia, que es aquella que tan solo permite acordar cuando el acuerdo se logra por el convencimiento, la generosidad y la renuncia.
Sintámonos orgullosos de la aplicación práctica de una verdad tan cristiana como la que dice que todos somos iguales ante los ojos de Dios, y este principio es el que establece el origen de los poderes temporales en la Iglesia. Nada que ver con los filmes y best seller que curiosamente florecen siempre que corresponde elegir a un papa.
En el nº 2.842 de Vida Nueva.