¿Por qué preocupa la profecía a quienes la ejercen?, ¿y por qué inspira miedo a las autoridades? Quizás la respuesta esté en que no se trata de un encargo institucional gestionado por las autoridades, sino de un don gratuito del Espíritu para cualquier persona, sin discriminación de edad, sexo o condición social, signo de los tiempos mesiánicos, como había anunciado el profeta Joel (Gl 3,1-2) y como bien había entendido la comunidad de los orígenes (Hch 2, 17-18): “Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu”.
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El Espíritu da a todos la capacidad de profetizar, de hablar libremente y de atreverse a desafiar el sentir común en nombre de una comprensión más profunda de los planes de Dios. No siempre es fácil identificar y aceptar la voz profética, muchas veces interpretada como rebelión. No fue así para las mujeres cuyos actos y palabras fueron contestados porque se las consideraba transgresoras.
Y sin embargo, la Biblia es rica en relatos de mujeres protagonistas de su destino que han sabido desafiar prejuicios y poderes o que se han atrevido a transgredir las leyes humanas, como Sara y Rebecca, que intervienen en la línea sucesoria y de la promesa cambiando el camino; o como las parteras que salvan a Moisés contraviniendo las disposiciones del faraón, que quería la muerte de los niños judíos; o como Ester que ayuda al pueblo a salvarse de un exterminio seguro desafiando las órdenes del emperador persa Asuero.
Mujeres que se atrevieron a oponerse a la autoridad masculina, como Miriam que reivindica su papel profético ante Moisés; o como Judith que con astucia acaba con el enemigo Holofernes y con sus planes de dominación. O mujeres que se han atrevido a doblegar el orden masculino en defensa de sus derechos, como Tamar y Ruth que interpretaron la ley del levirato asegurando su identidad y dignidad femeninas.
Por no hablar de las mujeres que Jesús conoce y que rompen sus certezas, como la sirio-fenicia, o que ejemplifican su reflexión sobre la hipocresía social, como la adúltera y la prostituta. Ser audaces, transgresoras y rebeldes son rasgos que acompañan la historia de las mujeres y especialmente de aquellas que conscientemente se sintieron investidas por una misión profética.
Y la profecía, como sabemos, no es un carisma para vivirlo en privado, sino un don que el Espíritu otorga para edificar, exhortar o consolar a la comunidad (1 Co 12,28). Es un carisma ministerial con una marcada dimensión pública y política que orienta al grupo de creyentes hacia el bien común (1 Co 14,4) y, al mismo tiempo, es un don espiritual, porque desciende directamente de la Ruah de Dios.
En el cristianismo encontramos muchas mujeres que han tenido la fuerza para hablar libremente, aquella que los griegos llamaban ‘parrhesìa’, la franqueza para expresarse también frente a los poderosos desafiando las cómodas convenciones del poder establecido.
Fue una autonomía consciente aquella de Clara de Asís quien, al defender el privilegio de la pobreza, se enfrentó a Inocencio III y a su conciencia: “Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo” (Leyenda de Clara, 14).
La de Domenica Narducci fue una vocación pastoral por la que, ante el obispo de Florencia, defendió su papel de predicadora a principios del siglo XVI consciente de que la Iglesia necesitaba mujeres y que Dios llama a quien quiere, también entre el género femenino, para hablar proféticamente en su nombre y para proclamar su Palabra.
La defensa de su propio pensamiento revolucionario fue la manifestada por la indomable Margherita Porete que no se doblegó ante la Inquisición para renunciar a su fe en una gran Iglesia de almas sencillas que vivían directamente una experiencia de amor con Dios; o la orgullosa Juana de Arco que se negó a someterse a los jueces por fidelidad a las voces internas que la habían empujado a liberar a Francia del dominio inglés.
Teresa de Ávila hizo gala de una reposada autoconsciencia por la que fue juzgada como “una mujer inquieta, desobediente y contumaz” debido a su determinación como mujer, consciente de la dureza de los tiempos y de las injustas limitaciones impuestas al género femenino.
Por reivindicar el derecho de las mujeres a estudiar, la poetisa Juana Inés de la Cruz, monja mexicana, fue obligada a abjurar ante el tribunal de la Inquisición por haber pedido acceso al conocimiento a todos aquellos que tuvieran talento y virtud.
Y la lista podría seguir y seguir señalando a aquellas mujeres que son vistas con sospecha, marginadas, censuradas y repudiadas porque son consideradas mujeres rebeldes, desobedientes e incluso heréticas por una Iglesia institución que demasiadas veces se ha visto obligada a repensar sus duras posiciones de condena o prejuicios.
Conviene recordar algunas figuras más cercanas a nosotros, intérpretes de los signos de los tiempos. Recordamos las acusaciones formuladas contra María Montessori por su método pedagógico, considerado nocivo por muchos católicos porque socavaba los principios inmutables de la pedagogía de la época.
María nunca se posicionó frente a la jerarquía católica, que la empujó a emigrar, y se mantuvo firme en su visión positiva y alegre del ser humano y en su propuesta pedagógica dirigida a construir una humanidad fundada en relaciones de paz y amor. Tres veces nominada al Premio Nobel de la Paz, sufrió mucho por la incomprensión de algunos católicos hacia su método que colocaba al niño en el centro de su proyecto educativo dentro de una visión profética de “educación cósmica”.
Auditoras sin voz
No menos combativas fueron algunas mujeres invitadas al Concilio Vaticano II como auditoras. Especialmente pionera fue la madre Mary Luke Tobin, presidenta de la Conferencia de Superioras Mayores de los Institutos de la Mujer Estados Unidos, al pedir cambios en la vida religiosa de las mujeres a unos perplejos padres conciliares.
Tampoco se dejó intimidar por las presiones de algunos cardenales. Siempre defendió con fuerza sus posiciones y nunca desfalleció en su compromiso civil también después del cónclave, posicionándose contra las guerras, en defensa de los derechos humanos y por una mayor consideración hacia los ministerios de la mujer en la Iglesia.
También demostró mucha decisión la mexicana Luz María Longoria, presidenta, junto a su esposo José Icaza Manero, del Movimiento Familia Cristiana. Luz María no dudó, ante obispos y expertos asombrados, en oponerse a las posiciones tradicionales sobre la realidad del matrimonio definiéndolas fuera de la realidad y proponiendo una nueva imagen de familia basada en el amor conyugal y la responsabilidad parental.
Después del Concilio, su esposo y ella continuaron con su compromiso con la defensa de los derechos humanos. Participó activamente de los postulados de la teología de la liberación enfrentándose, no pocas veces, al clero mexicano.
A la española Pilar Bellosillo, presidenta de la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas, también auditora del Vaticano II, no se le permitió hablar a pesar de haber sido elegida dos veces como portavoz del grupo de los auditores. De hecho, las mujeres no pudieron hablar en la asamblea conciliar. Más tarde, ella misma se atrevió a desafiar al Papa Pablo VI y a la comisión de estudios sobre ministerios al no aceptar que se restringiera la libertad de investigación y expresión de las participantes.
Quizás fue precisamente esta espiritualidad anti dogmática y anti autoritaria la que asustó a las autoridades eclesiásticas. Tal vez de esto derive la dificultad para aceptar la libertad de las mujeres de fe y para reconocer su voz profética que anticipa los nuevos tiempos.
*Artículo original publicado en el número de julio de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva