Celebramos la Natividad de María el 8 de septiembre, una de las fiestas marianas más antiguas. Dataría del siglo IV, en Jerusalén, y coincidiría con la celebración de la dedicación de la basílica de Santa Ana, construida en el lugar donde se cree que estaba la casa de Joaquín y Ana, sus padres.
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En Occidente se celebró a partir del siglo VII por iniciativa de Sergio I, Papa de origen siríaco. Obviamente no sabemos cuándo nació María. Las fechas de su ciclo, como las del ciclo del Señor (y de San Juan), son todas hipotéticas y ligadas a ciclos astrales y/o agrícolas, felices transignificaciones de fiestas paganas.
De María solo sabemos lo que nos dicen los apócrifos y no son datos “históricos” como tampoco lo son los de los Evangelios. Por tanto, el 8 de septiembre está vinculado a la piedad popular. Pronto el pueblo de Dios intentó llenar el silencio de los relatos evangélicos, prestando atención a detalles quizá imaginarios, pero edificantes. La celebración del nacimiento de la Madre del Señor se sitúa en esta tensión hacia acontecimientos reales de los que no sabemos dónde, cuándo y cómo. Sin su “sí” no habría habido encarnación. De ella parte la realización del plan de Dios, que la convierte en digna casa de su Palabra.
Estas razones teológicas de peso aumentan la veneración sin olvidar que, la presencia de María, constituye un correctivo a la lectura unívocamente patriarcal de la salvación. A través de ella, el pueblo de Dios ha recuperado ese “divino femenino” expulsado de las religiones del Libro. De ahí parte un apego desbordante hacia ella, a veces cercano a lo imaginario y supersticioso. Ante un fenómeno, a veces grave y preocupante, apenas diez años después del fin del Vaticano II, Pablo VI quiso que se redactara un documento que recondujera la devoción mariana. Se trataba de recopilar aquellas advertencias ya presentes en los números finales de ‘Lumen Gentium’. La constitución dogmática sobre la Iglesia había aceptado el tratamiento mariológico, restituyendo a la Iglesia a María la madre del Señor como su miembro eminente y singular, su tipo y modelo. Pío XII, un Papa de intensa devoción mariana, había advertido sobre la necesidad, no solo ecuménica, de abandonar toda exageración vana y crédula.
El aumento de la atención hacia María se mezcla a lo largo de los siglos con manifestaciones imaginarias e imaginadas. La misma iconografía nos ofrece una manera diferente de mirar a la Madre del Señor. Primero, la inscribe en los ábsides subrayando su contigüidad con la Iglesia; luego durante siglos la asocia al Hijo, subrayando sus privilegios; finalmente en la modernidad vuelve a ser diseñada y destacada por sí sola y crece la devoción hacia ella en contraste con el minimalismo de la Reforma.
No es casualidad que, a nosotros, los católicos romanos, se nos haya acusado de haber sustituido al Espíritu Santo por un exceso de prerrogativas que, en verdad, le pertenecen. Se añade a esto la multiplicación de visiones verdaderas o supuestas, de peregrinaciones… por no hablar de las infinitas inflexiones con las que diversas familias religiosas se vinculan a María. En todo esto también necesitamos leer bajo la superficie una cierta visión de la mujer y de la madre como antídoto para el crecimiento de la conciencia de la mujer y su emancipación.
‘Marialis cultus’
La exhortación apostólica ‘Marialis cultus’, que celebra su 50° aniversario, promulgada el 2 de febrero de 1974, sigue siendo en mi opinión el documento más hermoso elaborado hasta ahora sobre la Madre del Señor. Se siente el entusiasmo conciliar y todo el giro antropológico típico de aquellos años. Por primera vez, fuera de los estereotipos devotos, se deja espacio a la imagen teológica de María. Pablo VI presta atención al “culto de la Virgen María en la liturgia”, según una doble estructura. Por un lado, “la Virgen en la liturgia romana restaurada” y, por otro, María como “modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto”. Son verdaderamente sugerentes los números en los que la propone como Virgen que escucha, Virgen que reza, Virgen madre y Virgen que ofrece. “Modelo de toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, maestra de vida espiritual de cada cristiano, María es sobre todo modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios”.
Con el objetivo de promover “la renovación de la piedad mariana”, el documento se desarrolla según tres notas y cuatro orientaciones. La “nota trinitaria, cristología y eclesial en el culto a la Virgen” recuerda la naturaleza del culto cristiano –siempre ‘ad Patrem per Filium in Spiritu Sancto’–, no sin un acento explícito en el Espíritu protagonista de la piedad como de la búsqueda teológica. Siguen, y es la parte más original, las “cuatro orientaciones para el culto a la Virgen: bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica”.
Para Pablo VI es fundamental devolver a María al testimonio de la Escritura, así como es importante vincular la devoción hacia Ella con el tiempo litúrgico. No menos relevante es la necesidad, ya mencionada, de evitar todo lo que pueda obstaculizar el diálogo ecuménico. Para mi generación, el ‘Marialis cultus’ sigue ligado a la orientación antropológica. De hecho, allí se precisa que María no fue propuesta a la imitación de los fieles por el tipo de vida que llevaba ni por el ambiente en el que vivía, hoy obsoleto en gran parte del mundo, sino por “su condición concreta de vida adherida a la voluntad de Dios (Lucas 1,38); porque aceptó la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y el espíritu de servicio; y porque, en definitiva, fue la primera y más perfecta discípula de Cristo”.
Madre virgen y casada
El Papa sabe bien cuáles son las dificultades y reservas que la naciente teología feminista opone a la imagen de María y, por eso, mismo distingue su imagen evangélica de las representaciones culturales de ella como madre virgen y casada. “La Iglesia –afirma– no está ligada a los esquemas representativos de las distintas épocas culturales ni a las concepciones antropológicas concretas en su base, y comprende cómo ciertas expresiones de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos adecuadas para los hombres que pertenecen a épocas y civilizaciones diferentes” (n.36).
“Nuestra época está llamada a verificar su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y a comparar sus concepciones antropológicas y los problemas que de ellas se derivan con la figura de la Virgen María, como propone el Evangelio. La lectura de las divinas Escrituras, teniendo en cuenta las adquisiciones de las ciencias humanas y las situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser considerada modelo de aquellas realidades que constituyen las expectativas de los hombres de nuestro tiempo”.
El resultado para las mujeres contemporáneas, deseosas de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, es el descubrimiento de María como mujer que dio a Dios su consentimiento activo y responsable y cuya elección virginal no significó cerrarse a los valores del estado conyugal. No fue una mujer ni sumisa ni alienada, al contrario, fue una mujer fuerte que conoció el sufrimiento, la pobreza, el exilio… En definitiva, una María que encarna los valores de la teología de la liberación contemporánea.
Todos los ejemplos de la Escritura demuestran cómo “la figura de la Virgen no defrauda algunas de las expectativas profundas de los hombres de nuestro tiempo y les ofrece el modelo completo del discípulo del Señor: creador de lo terrenal y temporal, pero diligente peregrino hacia lo celestial y eterno; promotor de la justicia que libera a los oprimidos y de la caridad que ayuda a los necesitados, pero, sobre todo, testigo activo del amor que edifica Cristo en los corazones”.
La última parte ofrece “Indicaciones sobre dos ejercicios de piedad: el Ángelus y el Santo Rosario”.
La piedad
La exhortación termina recordando cómo la piedad hacia la Virgen María es un elemento intrínseco del culto cristiano. La devoción hacia ella es “una poderosa ayuda para el hombre en su camino. Ella, la nueva Mujer, está junto a Cristo, el Hombre nuevo en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre”. No es difícil ver en estas expresiones un eco de ‘Gaudium et Spes’.
Y las siguientes expresiones evocan de nuevo esta constitución: “Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte”.
Por extraño que nos parezca, ‘Marialis cultus’ no fue bien recibida por las mujeres por su carácter innovador. Por otra parte, el Año Internacional de la Mujer, aunque se celebró en 1975, fue precedido en 1974 por la admisión a los ministerios “laicales” únicamente de ‘viri probati’. En 1976 se publicaría ‘Inter Insigniores’, el documento que, dejando la cuestión abierta, invocaba la perpetua tradición de negar la admisión de las mujeres al ministerio ordenado.
Por lo tanto, una vez más, el énfasis en María, aunque expresado de acuerdo al giro conciliar, dejó a las mujeres al margen de la subjetividad eclesial, casi como si una sola mujer fuera suficiente. La fuerza subversiva del ‘magnificat’, si bien fue reconocida y subrayada, no fue suficiente para cambiar su posición eclesial.
*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva