En los últimos días la historia se ha acelerado en Cataluña. Tiempo atrás se había debatido sobre los acontecimientos en clave política, y metáforas como la del choque de trenes entre los gobiernos catalán y español parecían explicar la realidad de los hechos. A medida que pasaban las semanas y los meses, se constataba una dificultad mayor: la imposibilidad de sentarse a dialogar. Cuando el diálogo abandona la escena, pueden aparecer los males mayores. Cuando el diálogo se percibe como una debilidad, entonces la ley se vuelve igualmente débil, entonces el paso de la fuerza de la razón y de las razones hacia la razón de la fuerza se vuelve y llega a ser casi imperceptible. El diálogo nunca es una alternativa, es simplemente una necesidad. Y la ley, cuando se plantea como alternativa al diálogo, nunca es una solución. La ley necesita el diálogo para tener legitimidad; de otro modo, puede convertirse en un obstáculo para la convivencia.
Las consecuencias de abandonar la vía del diálogo son graves. En primer lugar, prevalece el sentimiento de confrontación por encima de la convicción de encontrar un camino conjuntamente. Cuando no hay diálogo, el otro rápidamente queda anatematizado como “el que no ha querido dialogar”, y así queda justificada la confrontación. En segundo lugar, la falta de diálogo da alas a los “halcones”, la posición de la mano dura, de la actitud represiva, que, en el fondo, es signo de miedo y de impotencia, ya que significa que el diálogo ha fracasado antes de que ni tan siquiera pudiera germinar –como la brizna de sembrado que se seca cuando llega una temperatura cálida a destiempo–. En tercer lugar, sin diálogo una determinada situación queda a merced de ella misma, es decir, se entra en un terreno confuso y peligroso, donde todo puede suceder, donde las decisiones quedan sometidas a una cierta irracionalidad.
El referéndum del 1-O
Esto es lo que sucedió el día 1 de octubre, domingo, a raíz de las votaciones del referéndum convocado por el Gobierno catalán. El argumento de la ley fue invocado como absoluto, y el resultado fue que se desató una violencia inconcebible que vulneró grave y dramáticamente los derechos humanos y la dignidad de las personas. Cataluña quedó horrorizada a medida que las noticias circulaban por las redes sociales: ancianos apaleados, adultos arrastrados, mujeres pisoteadas, niños llorando, manos alzadas, gritos pidiendo poder votar, barreras humanas para impedir que las urnas fueran requisadas… Todo un país sometido al horror y a la angustia –aderezados a partes iguales por la firmeza y una opción decidida por la no violencia–, que sufría unido e incrédulo una acción de gran dureza por parte de la policía del Estado. Un auténtico despropósito. Una herida abierta de profundas dimensiones y repercusiones.
Hablo de herida, y no solo de heridas, porque las consecuencias van más allá de los centenares de contusionados y heridos. Detrás de lo que pasaba había una carga de ensañamiento contra miles de personas que simplemente querían manifestar democrática y pacíficamente sus ideas. Todo esto ha provocado consternación, una gran tristeza, porque se han visto chispas de odio y se han creado sentimientos de impotencia y de incredulidad.
Las relaciones con España
Hace ya mucho tiempo que se ha extendido una especie de niebla pertinaz, hecha de desdén y de odio, que nubla las relaciones entre catalanes y el resto de ciudadanos del Estado. Se han sembrado semillas de indiferencia y de distanciamiento entre unos y otros, y los hechos del 1 de octubre han contribuido a hacer más profunda una herida que hacía tiempo que sangraba y que ahora ha llegado a los tuétanos. Sea cual sea el futuro político de Cataluña, esta herida ha crecido, y las medias verdades o las falsedades diseminadas por los medios (¡la famosa posverdad!) la han infectado. Esta herida dificultará cada vez más la relación entre los catalanes y el resto de ciudadanos del Estado si no se instaura con urgencia un diálogo sincero entre pueblos que son vecinos y hermanos en multitud de cosas, que han tenido una historia común y que, sobre todo, comparten el Evangelio de Jesús, camino, verdad y vida.
Así pues, es necesario un diálogo sincero, no calculado ni estratégico, que no esté condicionado por los legítimos sentimientos de identidad y pertenencia. Es necesario comprender las razones del otro, y no solo imponerle las propias. Es necesaria una visión amplia en un momento de pequeñas miradas, a veces dictadas por intereses de partido y de pervivencia en el poder. Hay que abandonar la actitud de sospecha y de resentimiento, de rencor y de prepotencia, que aleja al otro y lo deja a distancia, como alguien que “no tiene solución”. No se trata de aguantar de mala gana la proximidad del otro –lo que a veces se ha llamado, desgraciadamente “conllevancia”–, sino de tratarlo de igual a igual, sin resignarse a tenerle cerca. La primera lealtad hacia el otro es la personal, la que no juzga a quien tiene delante, la que busca la paz y la concordia, la que excluye positivamente cualquier violencia –que siempre es una expresión de inhumanidad–.
El papel de la Iglesia
El momento es complejo, y el futuro inmediato, una incógnita. El grado de politización de la sociedad catalana es ahora mismo muy alto, y los hechos del 1 de octubre han aumentado exponencialmente la temperatura. Últimamente se han sucedido tomas de posición y declaraciones. Más de 400 ministros ordenados catalanes, entre presbíteros y diáconos, firmaron en septiembre un documento en el que se apoyaba el referéndum del 1 de octubre. Otros presbíteros y diáconos no comparten esta posición, y el día 1 no acudieron a votar. Se trata de dos ópticas que también se dan en la sociedad civil y que solo pueden medirse democráticamente mediante una solución política. Mientras tanto, y siempre, es necesario que la comunión eclesial se mantenga sin sombras y que las discrepancias entre los miembros de la Iglesia no se conviertan en divisiones. De hecho, no podría predicar el mensaje evangélico quien no viviera reconciliado con el hermano que opina diferente en temas relativos a la polis. La Iglesia, encarnada en el mundo, y sus ministros, servidores de la humanidad, deben ser primeramente, “fermento de justicia, fraternidad y comunión” (Nota de la Conferencia Episcopal Tarraconense, 20 de septiembre de 2017). Solo así se avanza “en el camino del diálogo y del entendimiento, del respeto a los derechos y a las instituciones” (Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ante la situación de Cataluña, 27 de septiembre de 2017).
En tiempos difíciles la plegaria es esencial. Roguemos para que la convivencia se imponga a la violencia, para que las partes ahora enfrentadas cultiven el diálogo y para que los derechos de los pueblos sean respetados.