Después de dos años, el Sínodo celebrado en Roma llegó a su término y pudo plasmarse en un documento final cuyas “conclusiones” pueden marcar el futuro de la Iglesia. Asimismo, el papa Francisco acogió el documento en su integridad y no publicó una exhortación apostólica, como era de costumbre; por lo tanto, el texto se constituyó como parte del Magisterio de la Iglesia. Recordemos que en este Sínodo de la Sinodalidad participaron 355 miembros y votaron de forma secreta. Quizás las cuestiones más candentes para la prensa y la opinión pública fueron: el papel de la mujer, la descentralización de la autoridad de la Iglesia y el aumento de la participación de los laicos en la toma de decisiones.
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Ahora bien, si tuviéramos que señalar las cuestiones más urgentes con relación a los “cambios estructurales” que se propusieron, fueron: los consejos pastorales a nivel parroquial y diocesano, y la necesidad de celebrar con cierta regularidad asambleas eclesiales a todos los niveles, buscando además no limitar la consulta dentro de la Iglesia Católica, sino estar abiertos a escuchar aportes o acciones de otras Iglesias. Además, esta situación pide nuevos criterios o procesos de evaluación para el liderazgo en la Iglesia, ya que se busca una armonía entre la “autoridad sinodal” con la “autoridad episcopal”, a la que se refieren como “irrenunciable”, pero “no incondicionada”. El documento insta a una revisión de las normas canónicas en clave sinodal, que aclare tanto la distinción como la articulación entre lo consultivo y deliberativo e ilumine las responsabilidades de quienes participan en los procesos de toma de decisiones en sus diversas funciones.
Sin embargo, el Sínodo ha terminado y al parecer quiénes participaron quedaron con una sensación de insatisfacción. Porque, más allá de estos pormenores nos queda por hacer la reflexión y juzgar qué es conveniente para la “unidad” de la Iglesia y no confundir más a la feligresía o mundo creyente que no sabe con qué parte quedarse de esta historia. Podríamos decir que, por una parte, los “conservadores” no pudieron parar lo que ellos pretendían, por ejemplo, reducir la participación del mundo laical en la Iglesia; y por otra, los “progresistas” que no llegaron a formular la posibilidad por ejemplo de que el Sínodo se convirtiera en una plataforma de difusión y aceptación del sacerdocio femenino o la ideología de género.
Cornisa entre dos espíritus
No obstante, si tenemos memoria, el espíritu del Concilio Vaticano II pudo haber sido más progresista si el papa san Pablo VI no hubiera tenido una actitud de firmeza, cuando se quiso dar libertad a propuestas que iban no en contra de la letra del Concilio, sino al espíritu de este. Como dirá Benedicto XVI, más adelante, lo que se conoce como una hermenéutica de ruptura con la Palabra y la Tradición. Es decir, el espíritu del Concilio iba más allá de lo que está escrito en el texto y su contenido. En este sentido, no fue necesario que el Concilio oficializara cuestiones que iban en ruptura con lo anterior, sino que ha sido aquella “interpretación” en disonancia lo que ha llevado a la Iglesia a una constante confusión. Gracias a la intervención de papas fieles al espíritu del Concilio como el propio san Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, que hicieron todo lo posible para que el Concilio tal y como fue aprobado fuera interpretado en continuidad con la Palabra de Dios y la Tradición.
En efecto, no se puede imaginar ni buscar una Iglesia distinta de la que fundó el propio Jesús y la que continuaron los Apóstoles. No será fácil conservar lo que Jesús y sus Apóstoles nos dejaron como lo es el “depósito de la fe”, puesto que hoy nos vemos en la cornisa de dos espíritus y no sabemos cuál de ellos prevalecerá en el tiempo ¿el del Concilio o el del Sínodo? Sobre todo, cuando algunos obispos o cardenales comienzan a recoger las directrices del documento final del Sínodo y manifiestan una primera “declaración de intenciones” para aplicar tales disposiciones. Además, se tomó la decisión de que el documento no se publique como una exhortación apostólica, sino que sus conclusiones junto con la ratificación de la Santa Sede tengan carácter de magisterio. Esta es una situación inédita en la Iglesia, puesto que están los que dicen que hay que atenerse a la letra del documento final del Sínodo; y sus detractores, que se inclinan para que esa letra del documento se interprete y aplique espontáneamente.
De todos modos, ¿qué nos queda para el discernimiento y la reflexión posterior? Quizás lo más comentado y que es como una piedra en el zapato: “el rol de la mujer en la Iglesia y el gobierno de la Iglesia”. En el primero, se plantea que ha de crearse nuevos ministerios laicales donde se permita que, —mujeres y también hombres sin ser diáconos—, puedan hacer determinadas acciones que hasta ahora solo realizan diáconos o sacerdotes. Por ejemplo: bautizar o leer el evangelio y hacer la homilía. Y ¿será posible? ¿esto gustará a los que se oponen el sacerdocio femenino? Sin duda de que el tema de la mujer en la Iglesia y de cómo se ha tratado no es el de los mejores, sobre todo cuando se dice que ellas, al igual que algunos sacerdotes, obispos y cardenales buscan estar en los órganos de poder de la Iglesia. ¡Qué triste es todo si lo llevamos a una cuestión de “poder”! Porque la perspectiva de la santidad o del servicio pierde todo su valor y sustento. Por tanto, las mujeres en la praxis podrían hacer lo que le corresponde a un diácono. Me temo que más de algunas no van a parar hasta que no haya una mujer diácono, sacerdote, obispa y hasta Papa. Porque la ambición humana nunca se conforma y siempre quiere más; lastimosamente pierden validez y sentido las palabras de Jesús: “el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”, (Mt 20, 28). Por tanto, queda la sensación de lo que se quiere es cualquier otra cosa menos “servir”, y estaríamos muy lejos del evangelio de Jesús.
Complicada y confusa
Asimismo, con respecto al gobierno de la Iglesia, el documento del Sínodo plantea que los consejos pastorales que, hasta ahora han tenido un carácter de consultivos y no deliberativos, han de tener la facultad de emitir decisiones. Se entiende, en este contexto, que el último que tiene la palabra es el sacerdote u obispo, pero deberá dar sus justificaciones de su oposición a lo que se apruebe por mayoría. Asimismo, surgen los cuestionamientos acerca de ¿quiénes van a elegir a los miembros del consejo? ¿tendrán “elecciones” o se constituirá “por derecho propio de los más antiguos”? y si vamos a la formación teológica de estos ¿qué formación deberían tener?
Para muestra un botón y la verdad de las cosas, nos encontramos ante una situación complicada y confusa. Todos al unísono decimos que el diálogo es necesario, pero hasta qué punto, nadie sabe. Creo que es necesario y oportuno, no olvidar las tres características del ministerio sacerdotal, que recibe todo sacerdote al momento en que el obispo le impone las manos. Guste a quién le guste, hay que considerar y respetar el MUNUS del sacerdote, es decir, aquellos ministerios o servicios que debe dar: enseñar (Predicación), santificar (sacramentos) y gobernar (liderar la Iglesia).
Por último, el Sínodo también llevó a la confusión con respecto a la autoridad doctrinal de las Conferencias episcopales, puesto que en cada país se podría decidir en temas no solamente de moral, liturgia, sino de doctrina. Afortunadamente, esa propuesta fue rechazada, ya que el ‘Instrumentum laboris’, con un lenguaje rebuscado buscaba que las conferencias episcopales fueran sujetos eclesiales, con autoridad doctrinal y asumiendo la diversidad socio cultural dentro del marco de una iglesia multifacética. Esto significaría que, en la práctica, algunas iglesias locales, por ejemplo, en Manaos (Brasil) hubiera diaconisas y en otros sitios no existan.
Ante estos hechos, qué necesario es que la unidad doctrinal se mantenga y perdure en el tiempo, porque si en algún lugar te dicen que “algo” no está mal o no es pecado, pero después te afirman que, en otro, sí lo es entonces mereces las penas del infierno. Hoy más que nunca hay que apelar al sentido común y a las enseñanzas de Jesús. Más, cuando Jesús clama al Padre para que todos en la Iglesia conformemos un solo cuerpo y lleguemos a ser Uno: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno”, (Jn 17, 22-23). Esta enseñanza de Jesús nos ha de cuestionarnos en lo siguiente: ¿estos cambios nos llevan a una auténtica y verdadera “unidad”? o dicho de otra manera ¿este espíritu del Sínodo aportará a la “unidad” o a la “división”? Sin duda que el gran desafío que nos queda es transmitir íntegra y fielmente el depósito de la fe a los que hoy se inician y buscan el Reino de Dios.