MARCIANO VIDAL, CSs.R. | Teólogo moralista
“Puesto ya en la pista de abrirle mi corazón, como si de un director de Ejercicios Espirituales se tratara, me lanzo a lo más difícil. Le ruego que cure el ‘mal moral’ que padece la Iglesia”.
Querido hermano Francisco:
Antes de nada, le expreso mi respeto hacia su persona y hacia el ministerio petrino para el que ha sido elegido. También le manifiesto mi honda alegría porque ese ministerio haya recaído en usted, obispo que ha venido de lejos, de América Latina, del mundo hispano, de la Vida Religiosa y de la tradición jesuítica. Las raíces de mi esperanza cristiana están situadas más allá de las coyunturas históricas: están fundadas en Cristo Jesús muerto y resucitado; pero los motivos de esa esperanza no son ajenos al devenir de la historia. Le aseguro que su elección se sitúa entre esos motivos.
Tengo un año menos que usted. Pertenecemos a la generación del Concilio Vaticano II. No sé dónde estaba usted el día 8 de octubre de 1965, celebración religiosa del final del Concilio. Yo tuve la suerte de encontrarme en la Plaza de San Pedro, ya que iniciaba entonces los estudios de especialidad en Teología Moral.
De eso quería hablarle. He dedicado mi vida al estudio, a la docencia y a la escritura sobre la moral cristiana. Permítame que haga mías las palabras de Francisco de Vitoria: “Si tuviera otros cien años más los seguiría dedicando con gusto a esta ciencia tan noble para la cual ninguna cuestión humana es ajena”. Claro está, también hago mía la exclamación de otro grande de la moral, Alfonso de Liguori: “El mundo de la moral es un caos que no termina nunca”.
Sé que no le descubro nada que usted no sepa
si le digo que el trabajo de los teólogos moralistas en la Iglesia
no ha sido fácil durante estos años posconciliares.
Sé que no le descubro nada que usted no sepa si le digo que el trabajo de los teólogos moralistas en la Iglesia no ha sido fácil durante estos años posconciliares. A usted, como avezado jesuita, no le resulta extraño vivir en las fronteras de la fe y de la cultura. Son las personas de frontera las que tienen que afrontar los primeros embates del adversario y estar atentas a que no les alcance el “fuego amigo” del propio campo.
Puesto ya en la pista de abrirle mi corazón, como si de un director de Ejercicios Espirituales se tratara, me lanzo a lo más difícil. Le ruego que cure el “mal moral” que padece la Iglesia. Su hermano de orden y en el ministerio episcopal, el cardenal Martini, lo expresó, en el Sínodo de Obispos sobre Europa, mejor de lo que yo puedo hacerlo. Hay cuestiones en la Iglesia que pueden tener una orientación más misericordiosa sin dejar por eso de ser evangélica.
El teólogo y cardenal W. Kasper, hacia quien usted ha manifestado públicamente su aprecio, sugirió, hace algunos años, junto con otros dos obispos alemanes (uno de estos, otro gran teólogo: K. Lehmann), una solución teológico-pastoral para la personas divorciadas vueltas a casar. Esa solución, u otra, merecería ser repensada.
También las orientaciones morales dadas por Pablo VI sobre la responsabilidad cristiana en la procreación humana están esperando una lectura en clave de una verdad integral que supere tanto los egoísmos personales y las intromisiones de los estados como los fariseísmos y los rigorismos inhumanos.
No le hablo en esta ocasión de las dificultades que encontramos los moralistas católicos al querer introducir el fermento evangélico en la nueva cultura del amor y de la sexualidad, así como en el apasionante terreno de la bioética. Usted, querido hermano Francisco, conoce bien la estación invernal que trajeron para la Iglesia los fríos vientos del jansenismo y del rigorismo. Confío en que ahora, como entonces, la sensibilidad jesuítica proporcione a la Iglesia el equilibrado discernimiento que precisamos.
No sabe cuánto me alegraría que
ese su insobornable y eficaz amor a los pobres
se tradujera en un texto de
alta significación eclesial y teológica.
No soy yo quién para proponer tareas a nadie, y mucho menos a usted, responsable supremo de la orientación de la Iglesia en estos tiempos cargados de serias preocupaciones al tiempo que de ilusionadas esperanzas. Pero no sabe cuánto me alegraría que ese su insobornable y eficaz amor a los pobres se tradujera en un texto de alta significación eclesial y teológica.
Podría ser una encíclica social, para la cual le sugiero las primeras palabras: Pauperum clamor (el clamor de los pobres). Creo que es llegada la hora en que la inmensa compasión de la Iglesia tenga que proclamar, ante todas las personas y ante las instituciones mundiales, el deber de repartir entre toda la familia humana los bienes que Dios nos da a través de la creación y mediante el ingenio humano.
Creo también que es llegado el momento de decir en alto que la economía especulativa y puramente financiera es, según la tradición de la Iglesia, una auténtica usura y, consiguientemente, inmoral.
Para terminar, quiero recuperar el tono inicial de la carta. Tono de alegría y de renovada esperanza por su elección. Y, atendiendo a su reiterada petición, cuente con mis oraciones.
En el nº 2.847 de Vida Nueva.