GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
““¡Mandadlos a su casa! Echadlos. Son peligrosos, nos quitan el trabajo…”. Así iban deprecando y, no pocas veces, despotricando…'”.
Propongo a los lectores una pregunta: ¿a qué código civil pertenece el pasaje que ahora cito? “Cuando un extranjero vive en nuestra tierra, no debe ser molestado ni oprimido. El extranjero residente debe ser tratado como el nativo”.
Comentando este dictado legislativo querría añadir dos experiencias personales antitéticas. La primera está relacionada con las vacaciones que pasé en el lago de Como. Cuando recorría las frecuencias de la radio, me encontraba casualmente a menudo con una conocida emisora de un movimiento político que abría habitualmente la línea a los oyentes.
Con todas las variaciones fonéticas de los distintos dialectos septentrionales, que conozco bien por mis orígenes, el leitmotiv era constante: “¡Mandadlos a su casa! ¡Echadlos! Son peligrosos, nos quitan el trabajo, se multiplican, ensucian y favorecen la criminalidad, quieren una mezquita en cada barrio…”. Así iban deprecando y, no pocas veces, también despotricando.
La otra experiencia se repetía, en cambio, cada mañana, cuando hojeaba los diarios y llegaba a las páginas de espectáculos, donde imperaban las crónicas y las recensiones del Festival de Venecia. No había un día en que en las pantallas del Lido no hubiese una película que, con distintos tonos, los pusiera en escena precisamente a ellos, a los extranjeros inmigrantes.
Pienso en Villaggio di cartone, de mi amigo Olmi, una pura y desnuda parábola cristiana; o en Terraferma, de Crialese, que impresionó al jurado, el cual le confirió su premio específico; o en la intensa Là-bas, de Guido Lombardo, sobre la plaga del caporalato, los capataces que explotan la mano de obra extranjera; o el documental Io sono, de Barbara Cupisti en la sección “Controcampo”, por no hablar de Cose dell’altro mondo, de Patierno, donde el mismo tema es tratado con un contraste irónico.
Hay, por tanto, dos caras diferentes de Italia. Más allá de las profesiones exteriores proclamadas, la auténticamente religiosa y, sobre todo, la cristiana, es la segunda, aunque tal vez todos los directores –excepto Olmi– se declaren “laicos”.
Es de veras lapidaria la frase que Cristo dirige a aquellos que no lo conocían en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Y quiénes son estos pequeños, se especifica enseguida: hambrientos, sedientos, extranjeros, desnudos, enfermos, encarcelados.
Me han fascinado siempre las reflexiones
del nuevo arzobispo de Milán, el cardenal Scola,
cuando desde Venecia proponía su versión del
“mestizaje” cultural y social en que ya nos encontramos
y que fatigosamente debemos construir y calibrar.
En esta línea tenía razón el cardenal Tettamanzi cuando a sus críticos milaneses replicaba que, como obispo, había seguido simplemente el Evangelio. Y confieso que me han fascinado siempre las reflexiones del nuevo arzobispo de Milán, el cardenal Scola, cuando desde Venecia proponía su versión del “mestizaje” cultural y social en que ya nos encontramos y que fatigosamente debemos construir y calibrar.
Ninguno de los que encarnan la segunda perspectiva delineada antes es tan ingenuo como para ignorar las dificultades, las asperezas, las tensiones de este encuentro. El camino del choque o del duelo es fácil y hasta espontáneo, y se arma de lemas eficaces de ritmo binario elemental (bueno/malo, blanco/negro, etcétera).
El camino de la comparación y del duetto, en el que las voces mantienen su identidad, aunque sean antitéticas –como ocurre con la música–, y se escuchan y entrelazan, es más arduo, pero es el único cristiano y culturalmente digno y fecundo, por el que hay que dirigirse sin demasiadas reservas o miedos.
P. S. La respuesta a la pregunta que proponía en la apertura es simple. Se trata de una de las normas (repetida con leves variaciones) del código de Israel bíblico (Levítico 19,33-34; Éxodo 22,20), proyectado a los pies de la cumbre del Sinaí durante la marcha de la emigración judía desde Egipto hacia la tierra de la libertad. Es verdad que era un régimen teocrático y, de hecho, la cita continúa en modo parenético: “Amarás al emigrante como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto”. Pero una norma similar debería ser envidiada e imitada por un Estado moderno y “laico”.
En el nº 2.834 de Vida Nueva.