Sin los sentidos, la fe es razonar sobre Dios; con los sentidos es una experiencia de Dios. La fe implica toda la vida y la persona, pasa a través del cuerpo y sus lenguajes que son los sentidos: las orillas del corazón y las ventanas sobre lo invisible.
El gusto es uno de ellos. Abarca un campo de experiencias muy amplio: desde la comida hasta todo lo que nos permite saborear la vida; pero también es discreto, ya que no se impone, sino que debe ser educado y desarrollado. Es material y se refiere a los instintos elementales (hambre, sed, garganta), pero también espiritual, porque se puede saborear un ideal, o Dios mismo. Es más, hasta que no alcanzamos la capacidad-libertad de saborear a Dios, la fe sigue siendo pobre y superficial.
La Escritura adopta este lenguaje: “Los juicios del Señor son (…) más dulces que la miel, más que el jugo del panal” (Salmo 19, 11), mientras que la invitación del salmista se dirige a cada uno: “¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!” (Salmo 34, 9). Y Eclesiástico: “Vengan a mí los que me desean y sáciense con mis productos. Porque mi recuerdo es más dulce que la miel y mi herencia, más dulce que un panal. Los que me coman, tendrán hambre todavía, los que me beban, tendrán más sed. (Eclesiástico 24, 19-21).
La comida y el Padre
Jesús utiliza la metáfora de la comida para hablar de su relación con el Padre: “Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). Y Jesús siempre define al creyente como alguien que vive no solo de pan, sino “de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4, 4).
En la historia de la espiritualidad, el vocabulario del gusto ha servido para designar la experiencia íntima y profunda, el conocimiento experimental de Dios y también el hambre y la sed de él. Esta es la verdadera sabiduría, en el sentido latino de sabor y saber (Guillermo de Saint-Thierry).
Entre los muchos textos sobre el tema, mencionamos el famoso himno de Bernard de Clairvaux Jesu, ‘dulcis memoria’: “Jesús, dulce recuerdo, fuente de verdadera alegría del corazón; más que miel y todo lo demás tu presencia es dulce (…) Quien te prueba no está saciado, quien te bebe tiene todavía sed (…) Jesús, tu eres para el oído un dulce canto, en tu boca maravilloso panal de miel, en tu corazón excelente bebida”.
La Eucaristía como alimento
Hay un punto preciso en el que el gusto de las realidades espirituales se supera, va más allá del fenómeno de la sensación placentera, por sincera e intensa que sea, y se convierte en algo más verdadero y profundo, mucho más que una sensación, porque cambia y transforma a la persona. Esto sucede cuando el Señor Jesús no es solo ‘dulcis memoria’, sino que se convierte en alimento Él mismo, dado a nosotros en la Eucaristía, alimento que nos alimenta.
Allí sucede algo grande y extraordinario, impensable-incomprensible en el plano humano y solo concebible en el de la gracia: “El alma se transforma en lo que come” (Guillermo de Saint-Thierry). Es el punto más alto de nuestro sentido del gusto, o nuestra vocación más elevada, el convertir nuestros gustos para tener los del Señor. Como decir: la Eucaristía provoca la transformación del creyente en Cristo, de sus propias atracciones y tendencias gustativas a imagen de las de Cristo.
Es todo el hombre, el que es acogido e insertado en una realidad que lo perturba y transforma en los sentidos externos e internos de Jesús, en su sensibilidad y afectividad, en su modo de vivir y morir. Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (cf. Juan 12,32) para que viva de nuevo en toda persona viva. ¿Y qué es eso de ser atraído por el Crucifijo sino una transformación del gusto interior?
Educarnos en la belleza
Vemos un par de indicaciones sobre la formación del gusto (en realidad ignoradas en nuestras ‘rationes formationis’). Primero, para evangelizar el gusto es necesario educarnos y educarnos en la belleza, es decir, aprender a reconocerla en nosotros mismos y en nuestro alrededor, especialmente en aquel cuyos sentimientos estamos llamados a revivir, en su palabra y estilo de vida, en lo que nos da y nos pide.
Como Dios es bello y dulce, es alabado y por bello tienen que ser también el templo, la liturgia, el vivir juntos en su nombre, el servir al prójimo y a los pobres. ¿Qué sentido tiene la oración si no es una experiencia de belleza, si el que ora no comprende que es simplemente hermoso estar ante Dios, escuchar su palabra, “perder el tiempo” en la adoración?
¿Qué sentido tiene la vida cristiana si no es la de ser una experiencia que nos hace ser gentiles, pacientes, misericordiosos, constructores de paz, pobres y puros de corazón, que es hermoso y da felicidad, y no debe ser vivido como un deber? ¿Cómo puede atraer la vida consagrada si no es testigo de belleza? ¿Qué Dios anunciamos si no podemos decir que el Padre de Jesús y el nuestro, no busca soldaditos obedientes sino hijos felices, con el paladar de las Bienaventuranzas y el gusto evangelizado?
El ayuno
La otra indicación pedagógica para convertir el gusto, y no rechazarlo o quitarlo, es el ayuno, o “la forma con la que el creyente confiesa su fe en el Señor con su propio cuerpo” (Bianchi) o en que el cuerpo, voluntariamente privado de alimento, se convierte en signo del hambre de toda palabra que sale de la boca del Padre, el verdadero alimento (cf. Mt 4, 4). Un cuerpo en ayuno se convierte en oración verdadera, porque está hecho por el hombre consigo mismo, incluso con su estómago (vacío).
Privarse del alimento material que alimenta el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a alimentarse con su palabra de salvación. Nos muestra cómo debemos sentir la necesidad de Dios. Y cómo Dios puede convertirse en el alimento que satisface y alimenta.
“Con el ayuno y la oración le permitimos venir a saciar el hambre más profunda que experimentamos en nuestros corazones: el hambre y la sed de Dios” (Benedicto XVI). El ayuno es un antídoto para la reducción intelectual de la vida espiritual o para su confusión con la dimensión psicológica o con el sentimiento agradable, y no también sufrido, de lo divino.
Si por un lado el ayuno nos hace discernir cuál es nuestra hambre normal, de qué vivimos y comemos, adónde van nuestros gustos, cuáles son nuestros sabores familiares y qué tiene el poder de hacernos sentir llenos o hambrientos; por el otro lado esto regula nuestra oralidad, siempre tentada por la tentación del acaparamiento y la voracidad, no solo con respecto a la comida, sino con respecto a las cosas, a los demás, incluso a la experiencia espiritual.
Hasta el punto de ordenar nuestros apetitos en torno a lo que realmente es lo único necesario: Dios y su voluntad, como alimento que saciará para toda la vida. ¡Para ser disfrutado por toda la bendita eternidad!
Por eso el ayuno es un signo de amor y Jesús pide que se haga sin tocar la trompeta ni entristecer el rostro, sino con espíritu alegre, en la interioridad y en secreto (cf. Mt 6, 16), como algo hermoso en sí mismo, delante del Padre. El amor es discreto, no busca el consenso y los aplausos, solo necesita el gusto para hacer las cosas por amor. Ese mismo sabor es la recompensa del Padre. Lo que da una alegría que hace que la vida sea hermosa.