No hay duda de que el Concilio Vaticano II representó un punto de inflexión en la historia de la Iglesia católica también en lo que concierne a la cuestión de las mujeres. Si Juan XXIII ya había señalado la necesidad de la incorporación de la mujer a la vida pública como uno de los signos de los tiempos (en la encíclica ‘Pacem in terris’), sabiendo captar así la novedad de una sociedad que pedía el reconocimiento de las conquistas sociales alcanzadas por los movimientos femeninos, es a Pablo VI a quien se debe el mérito de convocar, por primera vez en la historia de la Iglesia, a algunas mujeres para que participaran como auditoras.
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Para la tercera y cuarta sesión del Concilio, de septiembre de 1964 a julio de 1965, fueron convocadas 23 auditoras: 10 religiosas y 13 laicas, elegidas en su mayoría según criterios de internacionalidad y representación. A ellas se sumaron una veintena de expertas por sus competencias específicas y su profesionalidad, como la economista inglesa Barbara Ward, experta internacional en temas relacionados con el hambre en el mundo; la estadounidense Patricia Crowley, autoridad en el campo de temas relacionados con el control de la natalidad; y la inglesa Eileen Egan, activista en movimientos no violentos y pacifistas.
La influencia de las auditoras se notó, sobre todo, en dos de los documentos en cuyas subcomisiones habían participado. Eran las constituciones ‘Lumen gentium’, que subrayan el rechazo de toda discriminación sexual; y ‘Gaudium et spes’, en las que se defiende la visión unitaria del hombre y la mujer como “persona humana” y la igualdad fundamental de los dos géneros. Sabemos de las intervenciones de algunas de ellas (la australiana Rosemary Goldie, la española Pilar Bellosillo y la francesa Suzanne Guillemin) reivindicando que lo femenino no fuera tratado como un tema en sí mismo para aislarlo o destacarlo entre el resto. Abogaron porque se reconociese la dignidad de la persona humana y, por tanto, el primado de la igualdad que confiriera a cualquier bautizado el principio de corresponsabilidad apostólica.
Tuvo gran importancia la superación de la tradicional concepción contractual y jurídica de la institución familiar, mediante la recuperación del valor del amor conyugal fundado en una “íntima comunidad de vida y de amor”. En esta perspectiva, la contribución del matrimonio mexicano Luz Marie Álvarez Icaza y su esposo José en la subcomisión ‘Gaudium et spes’ fue decisiva para cambiar la actitud de los obispos hacia el sexo en la pareja conyugal, dejando de considerarlo como un remedio para la concupiscencia vinculada a pecar, sino como expresión y acto de amor.
Debemos recordar la contribución de la economista Barbara Ward al debate sobre la presencia de la Iglesia en el mundo y su compromiso para garantizar que la Iglesia pronuncie una palabra creíble sobre el problema de la pobreza y sobre el tema del desarrollo humano. Las auditoras religiosas jugaron un papel importante en la actualización de la vida religiosa, desencadenando procesos de innovación y experimentación. Trabajaron para devolver el mensaje evangélico al centro de la vida religiosa mediante una vuelta a las fuentes bíblicas y litúrgicas; subrayaron la dignidad personal de cada miembro de la comunidad poniendo de relieve las cualidades y valores del ser mujer; e impulsaron una actitud diferente de las religiosas hacia el mundo al que debían abrirse.
El significado del Concilio para las mujeres va más allá de las pocas referencias en sus documentos y debe buscarse en la nueva metodología de escucha y diálogo que condujo al reconocimiento de la dignidad de cada persona humana abriendo espacios de responsabilidad y participación en la Iglesia sin precedentes a todos los bautizados. El Concilio no quiso expresar definiciones dogmáticas, sino abrir ventanas a un mundo en transformación, pidiendo a la Iglesia que se renovara y actualizara. A las mujeres y a los laicos les permitió el acceso a las facultades de teología. En 1965 ingresó la primera “estudiante extraordinaria”, María Luisa Rigato, en el Pontificio Instituto Bíblico; y en 1970 Nella Filippi se convirtió en la primera mujer en obtener un doctorado en teología en la Pontificia Facultad Angelicum de Roma.
Cuestiones sin respuesta
Después de 60 años, ¿sigue siendo relevante buscar inspiración en el Concilio? Aún hay varios temas relativos a la participación real y activa de los laicos en la vida de la Iglesia sin respuesta. El propio Pablo VI, que había favorecido la participación de las mujeres, temía que los cambios que se estaban produciendo fueran peligrosos para la Iglesia y la sociedad. Y retomó asuntos que afectaban a las mujeres como la anticoncepción (la esfera corporal y sexual), el ministerio (el papel en el gobierno en la Iglesia) y la ley del celibato eclesiástico (y con ello la imagen negativa de lo femenino vista en oposición a lo sagrado). Cuestiones que hoy en día siguen abiertas.
El Papa Francisco ha planteado la cuestión de superar el clericalismo para que la Iglesia pueda repensarse renovándose y ha abierto a las mujeres espacios antes cerrados para ellas, pero estamos lejos de poner en práctica estrategias adecuadas que lleven a una efectiva igualdad y responsabilidad.
*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva