FRANCESC TORRALBA | Filósofo
La tentación de huir, de escapar, de marchar lo más lejos posible, hasta los confines de la tierra, siempre está presente en la vida humana, especialmente cuando uno pierde muchas batallas, se encuentra en un callejón sin salida y se da cuenta de que envejece y el tiempo pasa en balde.
El más inquietante de todos los huéspedes, el nihilismo, como decía Friedrich Nietzsche, altera profundamente el pensar y el sentir.
El nihilismo es una enfermedad del alma, en palabras de Søren Kierkegaard, quizás la peor que pueda sufrir un ser humano. Uno puede experimentar tristeza, pena, nostalgia, incluso resentimiento, ira u odio, pero cuando es invadido por el nihilismo, se convierte en la presa del peor depredador.
Cuanto menos, en la ira, en el odio o en el resentimiento hay pasión, anhelo, deseo, aunque solo sea de ajustar las cuentas en el futuro, de causar mal a alguien, pero cuando el nihilismo hiela todas las cavidades del alma, la pasión desaparece, el anhelo de vivir se esfuma, la voluntad de vivir, ese motor que está presente en toda forma de vida, desde el insecto hasta el ser humano, se seca de raíz.
Si es verdad que el filósofo, como decía Platón, es el médico de alma, debe poder hallar algún remedio, alguna fórmula magistral para sanar el alma y librarla de este mal.
El nihilismo está ahí, laminando vidas de miles de personas anónimas que se apean de vivir, que se arrastran por ahí, sin ánimo, esperando que algún bufón les alegre el día y la noche. Mientras tanto, la filosofía académica es incapaz de ofrecer respuestas, encerrada en su diminuto búnker, amurallada detrás de una jerga ininteligible para el vulgo, juega con las palabras y las categorías, pero ha dejado de ser bálsamo para el alma. Parece, en definitiva, ajena al drama de miles de personas que son presa del nihilismo.
La palabra se infravalora y se suple su ausencia con el fármaco. Vivimos en la era de la farmacocracia, de tal modo que el comprimido se ha convertido, prácticamente, en una ponzoña mágica, en un talismán. En él se depositan todas las esperanzas, todos los anhelos. Contra esta tendencia, tan común, algunos reivindican consumir más Platón y olvidarse del Prozac, pero todo es en vano, pues la gran mayoría social solo reconoce en la química las posibilidades de salvación.
Dice el olvidado filósofo francés Maurice Blondel, en su obra culminante, La acción, que la pregunta filosófica por definición, esa que justifica este saber tan minoritario y extraño, es si la vida tiene o no tiene un sentido. Pues bien, si esta es la cuestión de la filosofía, si el filósofo es capaz de responder a tal pregunta, puede ofrecer un bálsamo a quien ha sido presa del nihilismo, a quien ha sucumbido a la tentación de la nada.
La fe cristiana es un proyecto de sentido en el mundo, una llamada interior que se traduce en un obrar, en una vida exterior. Si es verdad que el nihilismo está subyacente a nuestra cultura, que persiste en ella de un modo invisible, se impone la tarea de presentar un relato significativo de la fe, un horizonte legítimo por el que luchar, un proyecto vital que pueda suscitar entusiasmo y novedad, anhelo de vivir con profundidad. La elección decisiva consiste en discernir entre la nada y el Tú infinito.
En el nº 2.944 de Vida Nueva.