FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“La crónica de una injusticia es siempre una interpelación sobre la condición humana y un desafío a quienes nos hemos comprometido a preservarla…”.
Hace poco más de setenta años, Ciro Alegría publicó una novela en cuya temática y lenguaje han querido verse los orígenes de la proyección internacional de la narrativa hispanoamericana. El mundo es ancho y ajeno describió, con una desacostumbrada potencia lírica, incrementada por la aspereza de su realismo, la lucha de unos hombres y mujeres que, al defender su trabajo y su hacienda, aspiraban también a preservar su dignidad personal. Su esfuerzo por evitar el injusto expolio de sus tierras que realiza un cruel latifundista no solo manifiesta el combate por lo que se tiene, sino que encierra una afirmación de lo que se es.
Los derrotados campesinos de la localidad andina de Rumi encarnan, en su confianza en la justicia y también en su desesperada extinción, la suerte de todos los justos que han sido protagonistas, bien a su pesar, de la historia universal de la infamia.
La crónica de una injusticia es siempre una interpelación sobre la condición humana y un desafío a quienes nos hemos comprometido a preservarla. El sufrimiento del hombre no puede desahogarse con la cólera ni resolverse con la violencia, ya que la humanidad se deforma por el odio y se desgarra por la barbarie.
En el Sermón de la Montaña, Jesús no llamó a la pasividad ni se refirió a la mansedumbre del animal inconsciente o del paisaje inerte. Exigió el coraje de responder a la injusticia con la defensa de la integridad de la persona, de una dignidad en la que no caben ni el rencor, ni la ira, ni el fanatismo. Nunca se pidió a los cristianos el silencio apagado o el gesto cabizbajo cuando los hombres son sometidos a la pérdida de sus derechos.
Lo que se sostuvo hace dos mil años es que la intransigencia moral nunca debía llevar a la destrucción de los malvados, sino a la victoria sobre sus actitudes desalmadas. Que nuestro escándalo nunca podría basarse en la aniquilación de los injustos, sino en la revocación de la injusticia.
Nunca se pidió a los cristianos
el silencio apagado o el gesto cabizbajo
cuando los hombres son sometidos
a la pérdida de sus derechos.
Tengo ante mis ojos unas fotografías de la hambruna que aflige continuamente el occidente de África. Atendidos por voluntarios con pocos recursos, la vida preciosa e irrepetible de niños y adolescentes agoniza.
En sus rostros ni siquiera consigue ajustarse una expresión. La devastación del hambre y de las enfermedades que se adueñan de sus cuerpos indefensos solo se refleja en la descomposición de su rostro, ni siquiera en la mueca del dolor o en la crispación del desamparo. Sus ojos se han ensanchado por la delgadez, pero en ellos no hay vivacidad, sino el vacío que copia la mirada de un animal exhausto. De sus vientres hinchados brota la torpeza minúscula de sus extremidades, el gesto dócil de sus manos ciegas.
Apenas tienen la fuerza o la voluntad necesarias para que sus párpados alejen el vuelo infeccioso de las moscas. No hablan. No miran. No escuchan. El agotamiento físico les ha arrebatado todo lo que acostumbramos a considerar los signos de una vida humana. Si todos somos portadores de un cuerpo mortal, la muerte tan cercana proporciona a sus vidas un valor excepcional. Es, precisamente, su final tan próximo el que restaura en su cuerpo saqueado el principio moral en el que los reconocemos como criaturas portadoras de un alma inmortal.
Bajo el cielo constante, sobre la tierra inmóvil, estas vidas que se apagan nos someten a un ejercicio de compasión radical. Porque se trata de seres inocentes, almas intactas y purificadas por su actitud ante la injusticia. Su corazón no se ha crispado por el odio, sus labios no se han exasperado con palabras de venganza, sus manos no se han convertido en puños ni su saliva en escupitajos. La única indignidad presente en su agonía es la de los miserables que la han propiciado.
Para ellos, el mundo no ha sido ni ancho ni ajeno, sino una herida breve, por donde brota algo parecido a nuestra fervorosa humildad. Señor, yo no soy digno.
En el nº 2.828 de Vida Nueva.