Tribuna

El Nobel de la Paz, un justo reconocimiento para el Programa Mundial de Alimentos

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El Premio Nobel de la Paz 2020 ha recaído en el Programa Mundial de Alimentos (PMA) “por sus esfuerzos para combatir el hambre, por su contribución a la mejora de las condiciones para la paz en las zonas afectadas por conflictos y por actuar como fuerza motriz en los esfuerzos para prevenir el uso del hambre como arma de guerra y de conflicto”.



En 2019, el PMA proporcionó ayuda a casi 100 millones de personas en 88 países, víctimas de hambre e inseguridad alimentaria aguda. Ese mismo año, la cifra de personas que sufrieron hambre aguda ascendió a 135 millones, la más alta de los últimos años, debido, sobre todo, al impacto de la guerra y los conflictos armados. Por eso resulta particularmente relevante la Resolución 2417 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada por unanimidad en mayo de 2018, que por primera vez vincula explícitamente hambre y conflicto, subraya la obligación de los estados miembros para asegurar alimentos a quienes lo necesitan y condena el uso de la inanición como arma de guerra. El PMA jugó un significativo papel en el proceso diplomático que condujo a que se aprobase esta resolución.

“Desnaturalizar” la miseria y “desburocratizar” el hambre

En 2016, Francisco visitó en Roma la sede central del PMA y ofreció un discurso que nos ayuda a ilustrar su misión. Así, el Papa destacó dos aspectos fundamentales: primero, la necesidad de “desnaturalizar” la miseria; segundo, la urgencia de “desburocratizar” el hambre.

“Poco a poco –lamentó–, nos volvemos inmunes a las tragedias ajenas y las evaluamos como algo ‘natural’. Son tantas las imágenes que nos invaden que vemos el dolor, pero no lo tocamos; sentimos el llanto, pero no lo consolamos; vemos la sed pero no la saciamos”.

La miseria tiene rostro

“Es necesario –añadió ese 13 de junio de 2016– ‘desnaturalizar’ la miseria y dejar de asumirla como un dato más de la realidad. ¿Por qué? Porque la miseria tiene rostro. Tiene rostro de niño, tiene rostro de familia, tiene rostro de jóvenes y ancianos. Tiene rostro en la falta de posibilidades y de trabajo de muchas personas, tiene rostro de migraciones forzadas, casas vacías o destruidas. No podemos ‘naturalizar’ el hambre de tantos; no nos está permitido decir que su situación es fruto de un destino ciego frente al que nada podemos hacer”.

De esta trampa nos arranca el amor. Es el amor el que ha de sacarnos de ese espejismo virtual en el que vivimos inmersos para hacernos conscientes de que las personas tras la pantalla son de carne y hueso. Sus lágrimas piden ser enjugadas, no contempladas fugazmente en la superficie de un plasma. Sus historias son sangrantes, no ficticias. Sin pan no hay ni serenidad ni porvenir. El hambre mata, acaba con la vida y la esperanza, su nocivo aguijón no queda restringido a un mero elemento visual.

un grupo de venezolanos esperan su turno para comer en un centro de voluntarios de brasil

Anestesiados por la costumbre

Tampoco nuestro amor ha de permanecer anestesiado por la costumbre de ver el sufrimiento humano en rostros famélicos pensando que solo existan en un ordenador o en un teléfono móvil. Muy al contrario, el llanto y la amargura son palpables y consistentes en la vida de los pobres. La postración que experimentan no es el frío rótulo de una estadística. Tiene una envergadura real que salta por encima de un fugaz enunciado.

La paz de la humanidad requiere un corazón que la irrigue y una voluntad que la construya, no simplemente ojos que la miren. Con suspiros y declaraciones no se vence el hambre. Cuando el estómago está vacío desaparece el gozo, se enturbia la convivencia, se agrandan los problemas, crece el desaliento, se genera violencia. Las cosechas son fruto de la paz y la concordia. La harina y el vino implican trabajo y sudor. Por eso las espadas han de convertirse en arados para cultivar la tierra, de manera que no escaseen los alimentos (cfr. Is 2,3-4).

El valor de la compasión

En su alocución en el PMA, el Papa también advirtió que, “cuando faltan los rostros y las historias, las vidas comienzan a convertirse en cifras, y así, paulatinamente, corremos el riesgo de burocratizar el dolor ajeno. Las burocracias mueven expedientes; la compasión (no la lástima, la compasión, el ‘padecer-con’), en cambio, se juega por las personas. Y creo que en esto tenemos mucho trabajo que realizar”.

De ahí el gran testimonio de esta entidad, reconocido así por Francisco: “El PMA, con su trayectoria y actividad, demuestra que es posible coordinar conocimientos científicos, decisiones técnicas y acciones prácticas con esfuerzos destinados a recabar recursos y distribuirlos ecuánimemente; es decir, respetando las exigencias de quien los recibe y la voluntad del donante. Este método, en las áreas más deprimidas y pobres, puede y debe garantizar el adecuado desarrollo de las capacidades locales y eliminar paulatinamente la dependencia exterior, a la vez que consiente reducir la pérdida de alimentos, de modo que nada se desperdicie. En una palabra, el PMA es un valioso ejemplo de cómo se puede trabajar en todo el mundo para erradicar el hambre a través de una mejor asignación de los recursos humanos y materiales, fortaleciendo la comunidad local”.

Oración ante el “Muro de la Memoria”

Aquella memorable visita a la sede del PMA la comenzó el Sucesor de Pedro con un momento de oración ante el llamado “Muro de la Memoria”, recordando a sus muchos funcionarios que perdieron la vida cumpliendo el quehacer que se les había confiado, sin aminorar el arrojo a pesar de arduas circunstancias.

Francisco rezó en silencio por todos ellos. Hombres y mujeres que, imbuidos de nobles sentimientos, abandonaron trágicamente este mundo estando al lado de los pobres, transportando alimentos a los desvalidos o prestando asistencia en medio de conflictos, catástrofes naturales, epidemias… Así agradeció su sacrificio, pues entregaron “su vida para que, incluso en medio de complejas vicisitudes, los hambrientos no carecieran de pan”. Es un testimonio concreto de personas que, de manera organizada, optaron por “desnaturalizar” la miseria y “desburocratizar” el hambre.

De Romero a Casaldáliga

De un modo semejante pensaba san Óscar Romero. Me viene a la memoria una homilía pronunciada el 15 de julio de 1979 por el arzobispo salvadoreño: “Nadie comprende tanto al pobre como el que es pobre evangélico. Sabe lo que significa el hambre de la madre, del niño, del tugurio, porque él también vive, tal vez no en las condiciones físicas iguales, pero sí en una espiritualidad de pobre que le hace comprender y compartir. No da como de arriba a abajo; ya no es tiempo de paternalismos; es tiempo de fraternidad, de sentir que es hermano, que me interesa el interés del pobre, del campesino, del que no tiene”.

El recientemente fallecido Pedro Casaldáliga, otro obispo encarnado en América Latina, decía: “Todo es relativo, menos Dios y el hambre”. Y, en otra ocasión, con su habitual talante profético, declaró: “El hambre no espera. Al que tiene hambre hay que darle de comer. Luego vendrá lo de enseñarle a pescar. Pero, sobre todo, debe saber que el río es suyo”.

La fuerza de ‘Fratelli tutti’

En su reciente encíclica sobre la fraternidad y la amistad social, el Papa ha vuelto a abordar el reto de la miseria y el hambre. Allí indica que necesitamos “una nueva red en las relaciones internacionales, porque no hay modo de resolver los graves problemas del mundo pensando solo en formas de ayuda mutua entre individuos o pequeños grupos” (‘Fratelli tutti’ 126). Más aún, “se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas (…), dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria, y la defensa cierta de los derechos humanos elementales” (‘Fratelli tutti’ 172).

Sabemos que “todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. Por eso, la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el de acabar eficazmente con el hambre. Porque cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos, tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte, se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable” (‘Fratelli tutti’ 189).

Una paz perdurable

Con multitud de iniciativas y proyectos, llevados a cabo por grandes profesionales, el PMA lucha de forma incansable para que la carencia de pan no venga a agravar tragedias repentinas o prolongadas carestías. Quiera el Buen Dios que el reconocimiento de su labor con el Premio Nobel de la Paz recompense los desvelos de cuantos integran esta entidad humanitaria, avive su entusiasmo y fortalezca su compromiso de seguir suministrando a los desfavorecidos no solo alimentos, sino, igualmente, la esperanza de una paz perdurable y de un luminoso futuro.

Que este galardón despierte asimismo nuestra conciencia, evidenciando la necesidad que el mundo tiene de invertir en la paz y fomentar la solidaridad, de tomar la palabra y abandonar los enfrentamientos bélicos. Que incremente nuestra generosidad y nos libre de ser insensibles ante un mundo con millones de personas que a duras penas soportan el azote del hambre. Y esta lacra se agudiza cuando hay contiendas y hostilidades. La guerra engendra penuria, pesimismo y angustia.

Atención a nuestro propio mundo

Por eso es tan importante remediar la ausencia de comida, para que no haya seres humanos que malvivan o mueran por inanición. Por otra parte, la distinción otorgada a esta agencia intergubernamental ha de servir para que tengamos presente que destinar enormes sumas de dinero para descubrir nuevos o lejanos planetas no ha de eximirnos de buscar igualmente hacer frente a la indigencia de cuantos padecen privaciones en el nuestro. En definitiva, este premio ha de estimularnos para volver operantes nuestras manos, de modo que nadie carezca de lo suficiente para vivir con dignidad; sensibles nuestros corazones, para que los postergados de este mundo nunca queden preteridos; y limpios nuestros ojos, para que nuestra mirada no sucumba a la tentación de naturalizar la miseria y burocratizar el hambre.

Lo contrario sería contentarnos con interminables disquisiciones que ofuscan nuestra mente y agotan nuestras fuerzas, mientras hermanos nuestros perecen de hambre o se arrastran escuálidos al borde del camino, sin trabajo ni techo, sin formación ni acceso al cuidado de su salud.

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