GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Amante de la escritura, Bergoglio invitó a Borges a que diera alguna clase a sus muchachos y, sorprendentemente, recibió una respuesta positiva. Borges tenía entonces 66 años y ya era famoso….”
“En la sugerente autobiografía del gran violinista italiano Uto Ughi hay un capítulo dedicado a sus encuentros con una de las cumbres de la literatura del siglo XX, el bonaerense Jorge Luis Borges, quien dedicó a su ciudad, en 1923, su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Ughi evoca un texto de Borges con clara marca bíblica, la historia de Caín y Abel. En el más allá, donde ahora vive con su hermano, Abel no se acuerda de quién de los dos fue el fratricida y quién la víctima. Caín concluye entonces: “Ahora sé que en verdad me has perdonado, porque olvidar es perdonar”.
En este punto nos hacemos una pregunta: Jorge Mario Bergoglio, nacido en Buenos Aires como Borges, de quien es un apasionado lector, ¿tuvo alguna vez la oportunidad de encontrarse con él? La respuesta la ofreció la periodista de Avvenire Lucia Capuzzi, quien, en los días inmediatamente posteriores a la elección del papa Francisco, descubrió a un alumno del profesor Bergoglio, que, en 1965, con 29 años, enseñaba letras en el Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Aquel alumno, Jorge Milia, hoy escritor y editorialista, recordó con la periodista el original experimento del docente Bergoglio, a quien los estudiantes llamaban “carucha”. Amante de la escritura, Bergoglio invitó a Borges a que diera alguna clase a sus muchachos y, sorprendentemente, recibió una respuesta positiva. Borges tenía entonces 66 años y ya era famoso, pues había escrito obras extraordinarias como Ficciones o El Aleph y acababa de publicar ese mismo año Elogio de la sombra. Aceptó la invitación de aquel desconocido jesuita y se quedó una semana en Santa Fe, integrándose hasta tal punto con los estudiantes que le llamaban Jorgito, considerándole un compañero más.
Con una serie de clases ayudó a los alumnos a componer cuentos, cuya selección, al final, le entregaron a Borges, que se los llevó a Buenos Aires. Desde allí escribió al rector del colegio para obtener el permiso de publicarlos con un prólogo suyo. Fueron publicados aquel año por Maktub con el título Cuentos originales. No debe sorprender este lazo espontáneo entre Borges y un jesuita: el famoso escritor, apresuradamente clasificado por sí mismo como “agnóstico”, en realidad sintió una constante atracción por los temas teológicos y, en particular, por los textos sagrados. Como lector apasionado de su bibliografía, debo confesar que sentí en el pasado la tentación de realizar una investigación sistemática precisamente sobre la filigrana religiosa que se intuye en las páginas de Borges, partiendo de la emocionante relectura de Juan I, 14. Ese es el título de una poesía presente en Elogio de la sombra, una sorprendente meditación poética sobre la Encarnación de Cristo. Hay otros muchos ejemplos en la obra de Borges.
Esta nostalgia de Cristo lo llevará, en un texto de El Hacedor titulado dantescamente Paradiso XXXI, 108, a recrear incluso de modo original una intuición paulina, la de que “Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 28). Borges afirma que no tenemos ningún retrato auténtico y seguro de Cristo, aunque concluye: “Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos”.
Querría hacer finalmente una sugerencia. En El informe de Brodie, de 1970, el décimo y penúltimo cuento lleva el título de El Evangelio según Marcos; la historia está ambientada en una perdida granja peruana donde viven unos campesinos míseros y analfabetos, los Gutres. Allí llega un estudiante de vacaciones que descubre una Biblia en inglés durante una inundación que aísla por largo tiempo la granja. Por las noches les lee y traduce a estas personas rudas el Evangelio de Marcos, conquistando totalmente a aquel extraño auditorio. No revelo el conmovedor final, que es una extraordinaria demostración de la potencia única y dramática del texto sagrado.
En el nº 2.916 de Vida Nueva.
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