La formación de los futuros presbíteros ha sido una preocupación constante de los últimos pontífices. Pero el centro de atención no ha sido siempre el mismo: unas veces han tratado de fundamentar los contenidos de la vida interior y santidad propias del sacerdote, otras, aclarar su identidad discutida o, simplemente, actualizar su rol eclesial de acuerdo con aquello que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio del Sacramento del Orden. En lo que pueda tener de cambiante la figura sacerdotal a través de los tiempos y el devenir de la historia, el Concilio Vaticano II -junto con los diversos documentos posteriores sobre el tema- nos ha ofrecido la más reciente síntesis de la tradición sobre el ministerio ordenado. Toda esta riqueza teológica y espiritual ha redescubierto una evidencia: en la medida en que el presbítero y el obispo toman conciencia de su propia e insustituible espiritualidad y misión, todas las vocaciones en la Iglesia crecen en la harmonía del Espíritu y responden mejor al propósito divino. Cristo, por medio de su Sacerdocio participado, además de suscitarlas y sostenerlas con dones específicos, es también quien asegura cada vocación en la unidad del cuerpo eclesial.
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Una necesaria purificación
El papa Francisco, en una misma trayectoria magisterial también ha puesto su mirada, de forma sorprendente y nada convencional, sobre el presente de nuestros seminarios. Y lo ha hecho a través de un lúcido discernimiento desplegado en tres tiempos: necesaria purificación, conveniente unificación y mejor promoción del sacerdocio ministerial de acuerdo con las condiciones y necesidades actuales del pueblo de Dios. En este sentido, la visita apostólica a los seminarios de nuestras diócesis, así como el encuentro de todos los obispos de España en Roma fueron dos momentos significativos para dar un paso adelante.
La necesaria purificación, como primera intuición papal, hay que entenderla en clave de desapropiación. Los edificios o casas de formación, los itinerarios más o menos exitosos, los personalismos proteccionistas o las sospechas sobre estilos o formas no deberían ser grandes obstáculos hasta impedir una comunión formativa integral quizás nunca vista hasta el momento. Es cierto que no siempre se han seleccionado los mejores formadores, no siempre ha primado la calidad de los candidatos sobre su número y, seguramente, la escasez vocacional ha precipitado un nerviosismo capaz de justificarlo todo. Aunar esfuerzos, compartir medios materiales y espirituales o fomentar una comunión más allá de los límites diocesanos no es nunca un empobrecimiento. Comprobar como algunas diócesis sin seminaristas o seminarios buenos pero reducidos en número se resisten a mirar hacia un futuro más enriquecedor y preparado para responder a una gran complejidad misionera resulta, como poco, decepcionante. La situación de muchos de nuestros seminarios y, por tanto, de sus mismas Iglesias locales está pidiendo una urgente capacidad de adaptación. Sin olvidar que el objetivo primordial es despertar la pastoral vocacional en cada diócesis, allí donde sea necesario, habría que procurar un seminario capaz de acoger con competencia académica y espiritual, humana y pastoral el proceso formativo de un número más amplio de seminaristas.
Una desapropiación como esta no tendría que presentar especiales dudas ni sembrar sospechas sobre el alejamiento de la propia diócesis o el desconocimiento pastoral de la misma, la pérdida de tutela sobre los seminaristas o la desconfianza sobre el juicio idóneo de los candidatos procedente de equipos más amplios. Mas bien, es el momento de dejarse guiar por el Espíritu Santo que, en lugar de construir defensas, armoniza lo nuevo con lo viejo y unifica todo lo diverso.
Una conveniente unificación
La segunda intuición de Francisco entra en lo más operativo. Sin sus observaciones sobre el estado de nuestros seminarios seguiríamos con nuestros silencios, lentitudes, ambigüedades, seguridades y costumbres adquiridas sin pensar en el vecino o más allá de nuestros problemas. Unir no significa perder y pasar de un seminario sostenido precariamente a otro que sea punto de encuentro en comunión de vida y objetivos no implica dispersar. La unificación no pretende institucionalizar un fracaso vocacional sino simplemente no alargar una agonía de forma irresponsable. Nadie propone abandonar las redes con las que atraer futuros pescadores de hombres y, mucho menos, resignarse y reducir la misión sacerdotal clericalizando a los laicos. Tenemos por delante la gran oportunidad de reconocer la realidad tal cual es y, conforme a ella, desmantelar estructuras propias de otros tiempos. Hay que adentrarse en una novedad en la que, nos guste o no, el sacerdocio ministerial de siempre ya no podrá hacer exactamente lo mismo que las generaciones precedentes ni del mismo modo.
Pero una unificación tampoco puede ser un pacto de resentidos en el que todos han puesto algo de lo suyo y miden la satisfacción según reflejen sus postulados en el resultado final. ‘Vino nuevo en odres nuevos’ (Mt 9,17). La historia de la propia diócesis, la trayectoria de cada seminario, la forja de un presbiterio unido y la viva conciencia de una Iglesia particular pueden subsistir a través de una formación hacia el sacerdocio que incluya varios presbiterios, es más, con una buena provisión se pueden conseguir metas más altas y ambiciosas.
De la mano del Papa y con nuestros respectivos obispos hay que hacer un buen trabajo. Pensar en el futuro es pensar en nuevas vocaciones tal y como las quiere y concede el Corazón de Jesús. Pero unificar seminarios será también un baño de realismo para no dejar que impere el espejismo de volver a disponer de cientos de candidatos por lo menos en nuestras latitudes. Lo que hace treinta años, en plena crisis vocacional, eran los ingresos para un solo seminario, hoy, el mismo número de candidatos se reparte entre diez diócesis. Por tanto, un futuro renacimiento vocacional no debería cegarnos y retardar ‘sine die’ lo que ahora podría fortalecer una formación sacerdotal inicial y permanente, atractiva y sólida tanto en los formadores como en los formandos. En la dirección espiritual comprobamos cotidianamente la disposición generosa y hasta heroica de nuestros seminaristas para responder a Cristo sin condiciones. Todos están sedientos de un tiempo único de recogimiento y serenidad, rico de posibilidades y de acompañamiento. Son jóvenes que desean asimilar la profundidad de la espiritualidad sacerdotal entrando en la escuela de la verdadera fraternidad cristiana y entender lo que espera la Iglesia de su futuro servicio pastoral como teólogos y buenos pastores.
Una mejor promoción
El sacerdocio de Cristo perpetuado en la Iglesia brilla con la luz propia del Resucitado. Gracias al sacerdocio ministerial somos miembros vivos de su Cuerpo en la ofrenda permanente de un pueblo santo y sacerdotal. El papa Francisco está convencido de que con unos seminarios unificados se consigue una mejor promoción de las vocaciones sacerdotales. Es la providencia de disponer de capacidades y recursos como signo visible de que el Buen Pastor no abandona a su rebaño por pequeño que sea. Sería una lástima que a la falta de vocaciones añadiéramos resistencias o discordias en detrimento de una vocación tan singular y decisiva para la vida y existencia de la Iglesia. Es hora de erigir seminarios capaces de acoger realidades mucho más amplias. Formar nuevos presbíteros pasará por unos seminarios que sean verdaderas familias que no conozcan otras fronteras ni otros límites que los de la Iglesia objeto amado del corazón de los que han dicho “sí” a ser enviados como pastores del pueblo santo y fiel de Dios.
*Pere Montagut, director espiritual del Seminario Conciliar de Barcelona