El Día del Padre, San José, murió mi padre, el señor Ricardo. Tenía 83 años y un catarro diagnosticado como bronquitis. Era coronavirus. Le habían prescrito ocho días de antibiótico, pero no remontaba. La madrugada del domingo al lunes, tuvimos que llevarle a Urgencias. Ni siquiera entró en la UCI. Le ingresaron en la planta 12 del Doce de Octubre, de Madrid. Habitación 50. España estaba en estado de alerta. Mi madre, con tos, fiebre y malestar corporal. Igual que el pequeño de los seis hermanos y mi cuñada.
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No podíamos ver a mi padre, no podíamos estar con mi padre, no sabíamos nada de mi padre. Una vez al día, y a pesar de la saturación de pacientes, la doctora Blanca Ayuso telefoneaba para informarnos sobre su estado. El cariño en cada llamada fue un consuelo.
El miércoles mi padre entraba en tratamiento paliativo. Nos pidieron que lleváramos a mi madre para que se despidieran. Solo podía ir uno de los seis hijos. El pequeño fue el encargado de acompañarla. Contactamos con el consiliario del hospital. Y el primero de los milagros fue que coincidieran en la habitación mis padres, mi hermano y el capellán.
Serena despedida
Mi padre recobró por un instante la lucidez: “¿Cómo se ha enterado que nosotros somos de curas?”. Se estuvieron riendo juntos y cuando le preguntaron si quería recibir la unción, no dudó: “Donde Dios entra, Dios aumenta”, contestó con una de esas frases contundentes que no sabíamos de dónde se sacaba. Luego mi madre nos explicó por WhatsApp que se decía mucho en su casa cuando eran niños. También nos contó mi hermano la sorprendente paz y serenidad con la que mi padre se despidió preguntando por todos y cada uno de los hijos y nietos. Más consuelo.
El jueves, a las nueve y veinte de la noche, fallecía mi padre. Fui al hospital a recoger sus cosas y hacer los papeles. Llegué a las diez. Subí a la planta doce. No me dejaron pasar del descansillo de los ascensores. La doctora estaba en una urgencia. Esperé para darle las gracias. Me dio el pésame apesadumbrada. Le agradecí agradecido. Antes de que llegara pude hablar con dos enfermeras que me confirmaron que mi padre no había sufrido, que su compañero de habitación había sido su ángel de la guarda y que habían hecho todo lo que estaba en su mano. Cada tarde, a las ocho, les agradezco su cariño y su entrega aplaudiendo con fuerza desde el balcón.
Bajé al mortuorio y más consuelo. No era obligatoria la cremación, se trataba de un bulo, me explicaba con infinito respeto y absoluta empatía la funcionaria municipal. Se podía elegir. Llamé a mi hermana y suspiró aliviada por mi madre. Y por mi padre. No quería que le quemasen. Cosas de vaqueiros astures, de cultura, de creencias, de costumbres.
El viernes lloramos confinados. El sábado lo enterramos. Cielo gris y lluvia fina. Mi hermano pequeño y mi cuñada, muy enfermos y sin poder salir de la cama. En tres coches el séquito mínimo imprescindible. Todos con guantes y mascarilla. Uno conduciendo y otro en la parte trasera del asiento del copiloto. Mi madre y cinco de los seis hijos.
En coche blanco, “como el Papa”
No había suficientes coches fúnebres para el trasiego de muertos. A mi padre le tocó ir en uno blanco. “Como el Papa”, le dije a mi madre, aguantando cada uno su dolor para no dañarnos más. Y tras un silencio espeso, mi madre, muy seria, sentencia: “Fíjate qué bueno es Dios. Sabía que tu padre siempre había querido tener un Mercedes y es el coche que le ha puesto para su último viaje”.
A metro y medio de distancia escuchamos el responso del sacerdote africano que recibía el incesante goteo de ataúdes. Sin tocarnos. Preocupados por los vivos. Conscientes de que aún no hemos llorado abrazados la tremenda pérdida de un hombre bueno, de un padre ejemplar, de un marido enamorado, de un abuelo bromista y cariñoso. Del señor Ricardo.