GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
En 1927, el biólogo Julian Huxley publicó en Londres un texto bastante provocador ya desde su título, Religion without Revelation. En esta obra acuñaba un vocablo al que 30 años después reservaría un breve ensayo específico, Transhumanism. Su concepción, con ribetes algo visionarios, intentaba transmitir la idea de un futuro de la especie humana destinado a trascender muchos de los límites actuales, dando origen a una suerte de nuevo fenotipo antropológico.
Tuvieron que pasar otros 40 años para ver surgir, en 1998, la World Transhumanist Association, convertida después en la Humanity Plus, que transformaba el neologismo de Huxley en la bandera optimista de un movimiento capaz de prefigurar y de configurar una evolución de la condición humana guiada por el mismo hombre a través de los recursos de las nuevas conquistas científicas.
Mientras tanto se iba acuñando otro término, poshumanismo. Los dos vocablos se colocaron en un contrapunto armónico: el transhumanismo se referiría a un proyecto científico, mientras que el poshumanismo sería la versión más filosófica y, por tanto, supondría una visión más global.
Bajo el paraguas del poshumanismo/ transhumanismo se reúnen efectivas conquistas benéficas, pero también escenarios de ciencia ficción que heredan la célebre tradición judía del Golem, con su sueño de crear un homunculus análogo al homo sapiens, dotado de autonomía y de operatividad no solo programada, cualidad que no posee el robot, dependiente siempre de impulsos humanos primarios. Es interesante buscar las matrices ideales y teóricas que iluminan este panorama. Para ello hay que afirmar que el poshumanismo tendencialmente obedece al sistema experimental de la ciencia y de la técnica, sin plantearse preguntas de índole filosófica ni teológica.
El poshumanismo reacciona al humanismo y a su antropocentrismo racional que exaltaba el primado de la criatura humana sobre cualquier otra fuerza animal, casi celebrando la sacralidad inmutable del sujeto. Resulta capital, en consecuencia, la adopción del modelo evolucionista que establece un nexo con el mundo animal y reconoce una dinamicidad creciente del ser humano, destinado, por tanto, a potenciales desarrollos y a estadios ulteriores que pueden ser mantenidos o inducidos por el mismo hombre. Así se abaten, también implícitamente, algunos baluartes de la filosofía y de la teología tradicional, como el concepto de naturaleza e, incluso, el de cultura como “segunda naturaleza” que marca la humanidad.
Según algunos estudiosos, el poshumanismo tal vez lleva a sus últimas consecuencias el dualismo platónico y cartesiano entre lo corpóreo y lo mental, señalando directamente al cuerpo, considerado como una prótesis: siendo un objeto a disposición del individuo, sobre ella se puede intervenir libremente. Se asume así la posesión instrumental del organismo, sin preocuparse de las consecuencias que semejante intervención pueda tener en la identidad del sujeto humano, que “es” un cuerpo y piensa y actúa con el cuerpo.
Esta actitud puede ser criticada al considerar al poshumanismo una variante de la visión materialista del ser humano. Esta concepción, implícitamente “filosófica”, iría más allá del exclusivo interés biológico del poshumanismo, generando una antropología reductiva y amputada de su dimensión ulterior. Queda, al final, un interrogante abierto: ¿Es posible comprender y realizar la plenitud del hombre limitándose a su estructura física según categorías solo tecnocientíficas?
En el nº 2.965 de Vida Nueva