FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“El problema no es la independencia de Cataluña, sino la quiebra de los derechos sociales y políticos de todos los españoles, de cuyo bienestar también somos custodios los cristianos…”.
La irritación que ha provocado en el nacionalismo catalán la declaración de la Conferencia Episcopal Española no puede sorprender más que a los ingenuos. Y solo puede ser compartida por quienes están censados en las callejuelas sinuosas de la doble moral.
No deja de ser curiosa esa degustación evangélica de quienes desempolvan sus recuerdos escolares o saquean los restos del naufragio de su formación religiosa para enarbolar conceptos que, cuando se pronunciaron, nunca tuvieron la intención de convertirse en un comodín para que los cristianos pudieran enhebrar cualquier combinación ideológica.
“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. ¿Puede alguien creer que, cuando se intentaba ponerle en un apuro argumental, Jesús tenía por costumbre salirse por la tangente de la falta de compromiso a través de una enigmática paradoja que permitiera todas las conductas? Para decirlo con mayor contundencia: ¿es que algunos de quienes, con toda su libertad a cuestas, se consideran ajenos a la fe cristiana, tratan de convencernos de que Jesús carecía del sentido de la moral?
¿Tan poco nos conocen –tan poco nos conocemos algunas veces– que, olvidando las tareas evangélicas de dos mil años, pueden llegar a pensar que Jesús concibió su mensaje como una alternativa a este mundo y no como un modo de residir en él? ¿Han tomado a los cristianos como una secta de individuos ensimismados en el deleite de su fe, indiferentes a la realidad terrena, sepultados bajo el peso de una trascendencia paralizante, cobijados en un mundo en que la densidad de la luz divina no nos permite mirar a los hombres cara a cara?
Frente a los anacrónicos ignorantes
que esperan siempre el silencio de la Iglesia,
resulta más bochornosa la actitud
de quienes aguardan de nosotros
solo una opinión que les convenga.
Naturalmente, la actitud de quienes se quejan ahora de que los obispos españoles hayan considerado que la unidad nacional es un bien preciso y precioso no se afirma en la edad de la inocencia. Por ello, frente a los anacrónicos ignorantes que esperan siempre el silencio de la Iglesia, resulta más bochornosa la actitud de quienes aguardan de nosotros solo una opinión que les convenga.
No solo la aguardan: recordemos cuántas veces han llegado a exigirla y en cuántas ocasiones, no sin que les falte razón en algunas, han solicitado que la Iglesia rectifique.
El nacionalismo catalán ha venido aplaudiendo toda manifestación del clero que se haya pronunciado a favor no solo de la defensa de la apreciable identidad de un pueblo, sino incluso de que esa identidad solamente pueda realizarse mediante la liquidación de España.
La Conferencia Episcopal Española ha defendido ahora el bien común de la unidad de los españoles frente al grave riesgo de su fragmentación. El problema no es la independencia de Cataluña, sino la quiebra de los derechos sociales y políticos de todos los españoles –incluyendo a quienes viven en Cataluña–, de cuyo bienestar también somos custodios los cristianos.
Nuestra palabra ante los conflictos de la historia es testimonio de nuestra fe, no la licencia poética de una frivolidad mundana ni, mucho menos, un esfuerzo para cotizar al alza en el mercado de la opinión pública. Con esa misma voz hemos clamado por la dignidad del hombre frente a la miseria, la tiranía y la humillación. No porque es lo que de nosotros se espera, sino porque es en lo que consiste nuestra esperanza.
Frente a las exigencias de que nos dediquemos a “lo nuestro”, esa curiosa exhortación de los ateos que nos recuerdan con sorprendente desparpajo cuál es el sentido de nuestra fe, y frente a los sedicentes oportunistas, que quieren poner ese testimonio al servicio del César y no del hombre, los cristianos podemos confirmar que “lo nuestro” es este compromiso en la Tierra, nuestra obligación de hablar y de actuar cuando está en peligro la suerte de los hombres. Ese lugar moral en que nos jugamos la salvación de todos y de cada uno. El reino de este mundo.
En el nº 2.820 de Vida Nueva.
LEA TAMBIÉN:
- EDITORIAL: La cuestión catalana: urgen espacios de encuentro
- A FONDO: La Iglesia en Cataluña camina al lado del debate soberanista
- ENTREVISTA: Jaume Pujol, presidente de la Conferencia Episcopal Tarraconense: “Una cuestión opinable no debe erigirse en un imperativo moral”
- ENTREVISTA: Jordi Pujol, expresidente de la Generalitat: “El derecho de Cataluña a expresarse sobre la independencia encaja en la doctrina de la Iglesia”
- A FONDO: La realidad nacional según el magisterio eclesial