Estamos celebrando durante todo este año el 50º aniversario de Mayo del 68, convertido en icono de la llamada “revolución sexual”, y en el que confluyeron varios fenómenos de transformación social que se habían ido gestando durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, entre ellos –sobre todo y uno de los más destacados– el movimiento de “liberación de la mujer”. Ante el panorama del mundo que nos rodea hoy –esta semana, por ejemplo, hemos acogido en nuestra capital la gran fiesta del “orgullo gay”–, todo parece afirmar con rotundidad que las conquistas de entonces han sido asumidas de forma generalizada y se han extendido hasta el punto de dar paso a una nueva época: la que pretende normalizar absolutamente la actividad sexual desligada de toda significación más allá de sí misma, de cualquier compromiso y referencia alguna a la vida de pareja o matrimonial, sin tan siquiera referencia al amor.
Mientras tanto, también la semana pasada, el Vaticano presentaba una instrucción sobre las vírgenes consagradas: Ecclesiae Sponsae Imago. Este documento, dirigido al Orden de vírgenes restaurado tras el Concilio Vaticano II, trata de fundamentar, justificar y regular la virginidad consagrada de la mujer en la Iglesia, vocación que, a pesar del contexto social descrito anteriormente, está creciendo en candidatas sorprendentemente en estos últimos años.
Descritas estas dos posiciones, parece que estamos ante un diálogo ab absurdo, donde la Iglesia, descolgada de los rumbos imparables del cambio social y la posmodernidad, mantiene posturas anticuadas y estrechas en materia sexual y en cuestiones relativas a la mujer al seguir hablando del valor la virginidad. Pero quien escribe el presente artículo es una mujer de nuestro tiempo y también virgen, consagrada a Dios desde los 20 años y que cuenta hoy con 40, relativamente joven por tanto, y que está convencida de que es posible re-proponer al mundo la belleza de la virginidad y de la virginidad consagrada.
Distingo entre virginidad y virginidad consagrada porque creo que la virginidad tiene un verdadero y hondo sentido en un plano meramente antropológico, sin tener que remitirnos a referencias religiosas. Hay en el ser humano inscrita una vocación personal que requiere una interpretación simbólica de su estructura corpóreo-intelectual. Cada hombre y mujer son un tú íntimo y secreto, donde reside su identidad, su nombre, su verdad más profunda, lo que cada uno es. Este tú se expresa y misteriosamente se esconde y protege gracias al cuerpo y a la capacidad cognoscitiva e intelectual y, en todo momento, pero especialmente en la relación de amistad, el ser humano se ofrece a otro por estos puentes o ventanas que entrelazan, hasta poder rozar y tocarse, su intimidad y la del ser amado.
Aquí se experimenta una paradoja, porque la persona humana es algo más profundo que estas dimensiones, no llega a identificarse con ellas, aunque no puede disociarse tampoco. Cuando hablamos de vocación personal, queremos decir, por tanto, que el tú es relacional, busca la comunión con el otro, especialmente con el amado, como plenitud de sí en la ofrenda y la receptividad total y, por esto, hay un sentido tanto para la espera y preparación de este momento de donación existencial así como para la consumación de la entrega. La auténtica donación del cuerpo es expresión de la entrega de todo el ser a la otra persona, que igualmente corresponde y se entrega, y esto explica los rasgos propios tanto de la virginidad como de la unión en la relación sexual: integridad, totalidad y exclusividad.
Aprecio de lo humano
En realidad, el corazón humano, como sede de la persona, está hecho por Aquel al que tiende y el único en quien encuentra su descanso: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín, Confesiones I, 1, 1). La apertura y la sed del ser humano, la vocación personal que empuja a la comunión y busca la alianza con el otro como forma vitae, sin embargo, no encuentra su realización definitiva en el marco de las relaciones inmanentes, sino en el encuentro íntimo y esponsal con Dios en Cristo.
La virginidad en esta tierra recuerda a todos lo relativo de la realidad presente y su destino último; lo que verdaderamente todos desean y anhelan, pues la comunión que se consuma y goza en la unión esponsal terrena queda siempre incompleta y se resuelve en insatisfacción existencial –y es así aunque solo sea porque es temporal y está abocada a un fin, a un gemido–. La virginidad mantiene encendida la nostalgia de eternidad y perpetuidad que aquí, en esta condición, no se cumple. La virginidad es vigilia y espera, por tanto, de la condición futura de la historia y del cosmos, porque todo está orientado a un destino de comunión con la carne resucitada de Cristo. Entonces, lo creado será tomado, visitado, habitado por Él sin que por ello sufra menoscabo alguno, ni ruptura, ni separación. Estoy hablando del misterio de la divino-humanidad cuando el fuego del Amor de Dios arderá en el interior de cada realidad de este universo sin consumirlo, en un éxtasis que no tendrá fin.
En definitiva, la vocación a la virginidad en la Iglesia no nace de una postura negativa hacia el cuerpo y la sexualidad hasta exigir su sacrificio; no es una vocación de “élite”, para unos pocos elegidos, ni siquiera es algo totalmente ajeno para los no creyentes, pues anuncia la vocación universal de todos los hombres en un gesto de impaciencia, tratando de acortar el tiempo, alumbrando hijos para la eternidad.