PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
¿Qué te ha dado el zen?, me han preguntado en más de una ocasión. ¿Cómo es que tú, siendo sacerdote católico, has tenido necesidad de acudir a una práctica espiritual ajena al cristianismo?, han querido saber muchos de mis lectores, conocedores de mi fascinación por el simplemente sentarse en silencio y en la más estricta quietud.
Lo primero que me ha dado es el silencio, que inicialmente es un anhelo del alma y, luego, una cruda realidad que te confronta con tus resistencias corporales y tus distracciones mentales, es decir, con tu fragilidad. Entiendo por silencio una forma de conocimiento singular y radical, una sabiduría que no se queda en conocimientos teóricos, sino que va a la naturaleza del ser humano.
Dos: me ha dado la idea del maestro, la figura de alguien que ha alcanzado aquello a lo que aspiras –la iluminación, la plenitud– y que te lo puede enseñar. Tú puedes ser discípulo, esa es una gran noticia. Hay una disciplina que te está esperando y alguien que te puede iniciar y acompañar en esa travesía. Buena parte del declive del cristianismo en Occidente se debe a la pérdida de la autoridad. La dialéctica maestro-discípulo, por contrapartida, es lo que sostiene el silenciamiento del zen.
Tres: un ritual, que es, claramente, una estética de la espiritualidad, pero también muchísimo más: la importancia del espacio sagrado, del incienso, las velas, las reverencias y postraciones… Todo eso son las formas para ir al fondo de la cuestión, pero formas que hay que cuidar, es decir, amar.
Cuatro: me ha dado la idea y experiencia de que existe un itinerario para llegar al centro de ti mismo. Se pasa de un koan a otro; el maestro verifica tu evolución. Por donde pasas tú, ya han pasado otros. Con el tiempo y la entrega podemos iluminarnos, alcanzar la plenitud y ser así fuente de plenitud para otros.
Cinco: en clara paradoja con lo anterior: el zen me ha dado un no-camino, es decir, que no hay que ir a ninguna parte, pues ya estás donde supuestamente deberías ir. Esto significa dinamitar las pretensiones de futuro y la huida del ahora. Este no tener nada que conseguir y, al tiempo, aspirar a ello, me ha enseñado el carácter paradójico de toda búsqueda espiritual y hasta de la persona y del mundo en general.
Seis: me ha ayudado a reencontrarme con la contemplación cristiana con un vigor y pasión que desconocía. He comprendido que hay una vía de conocimiento silencioso en el cristianismo, la de los padres y madres del desierto, prolongada por el hesicasmo, y que ese es mi lugar natural. Ha sido la mejor herencia de mis siete años como discípulo zen: me ha devuelto a mi patria religiosa.
Séptimo: me ha hecho descubrir a Buda y al budismo, invitándome, sutil y elegantemente, a releer mi propia religión desde sus claves. Esto me ha hecho entender el diálogo interreligioso como lugar teológico, como espacio desde el que pensar nuevamente a Dios, y hasta como lugar teofánico, es decir, como un ámbito para hacer una nueva experiencia de Dios. Sí, el Dios en quien ahora creo es más misterioso que el de antes, más abierto, más desconocido y, por ello, más Dios.
Por todo ello, caminar juntos, con creyentes de otras religiones, es para mí un imperativo ético. Suscribo lo que dijo en su día el teólogo holandés Schillebeeckx: “Hay más verdad en todas las religiones que en una sola”. El cristianismo puede y debe compartir con otras tradiciones de sabiduría su experiencia de Dios y de la vida, así como aprender de ellas. Esta apertura estructural no es hoy un lujo, sino una auténtica necesidad.
Publicado en el número 3.025 de Vida Nueva. Ver sumario