Tribuna

¿Empatía o compasión?

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Maria_ValgomaMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

En la prensa del último día de diciembre leo la condena a dos chicas adolescentes culpables del suicidio de una de sus compañeras de 14 años. Carla Díaz Magnien se arrojó por un acantilado en Gijón el 11 de abril de 2013, al no poder soportar un acoso continuado de esas dos compañeras de clase y, lo que casi es peor, la indiferencia del resto, en el centro escolar en el que estudiaban y en los aledaños del mismo, así como en las redes sociales. Un caso muy similar, al que sin duda este nos remite, al de Jokin, otro adolescente de Fuenterrabía que utilizó el mismo sistema que Carla, en el año 2004, para desaparecer y detener así el infierno provocado por sus compañeros de clase. Sin duda, no son los únicos. Y aun sin llegar a tan trágico desenlace, ¿cuántos adolescentes, niños o niñas sufren humillaciones, persecuciones, insultos, agresiones físicas o psicológicas de sus propios compañeros? Según las estadísticas, el 4% en Primaria y el 8% en Secundaria.

la ultima¿Cómo no sentir el dolor de Carla, hasta tomar la trágica decisión de quitarse la vida? ¡Tanto dolor en una vida tan joven! ¿Cómo no sentir el dolor, la pérdida irreparable de Montserrat, su madre? Dolor por su hija, por su sufrimiento, por su desesperación al no poder frenar el acoso, cuando acudió al centro escolar y le dijeron que “eran cosas de crías”. Dolor por el primer archivo de la causa por falta de pruebas, dolor último por la debilísima condena a las dos culpables: cuatro meses de tareas socioeducativas. Y, además, está la explicación que da el juez en su sentencia a la imposición de tan escasa pena: las tareas socioeducativas van “orientadas a mejorar la empatía, mejora del control de impulsos y asunción de las consecuencias de sus actos”.

¿Bastan unas habilidades psicológicas? La empatía me permite una identificación mental con el estado anímico del otro. Puedo entender lo que le ocurre… y no importarme nada, incluso, como es el caso, disfrutar con el sufrimiento que estoy provocando. Puedo saber controlar mis impulsos, y decidir no hacerlo; y puedo asumir las consecuencias de mis actos, sobre todo si sé que las consecuencias no son graves porque yo soy menor y a los menores no les pasa nada.

¿No sería mejor hablar de compasión? Nunca he entendido la relación que tenemos en España con este hermoso término. Ante una desgracia es muy frecuente escuchar: “No quiero que me compadezcan”, como si ser compadecido fuera una extraña humillación. Compasión, literalmente, supone “padecer con”, y es bueno padecer con el que sufre; no solo porque este se sentirá acompañado, sino porque, padeciendo con él, podemos aliviar su dolor, compartir –partir– su pena. En otros países, por ejemplo en los Estados Unidos, la palabra compasión se utiliza muchísimo. Así, cuando se dice que una persona es compassionate, es algo muy valorado, es que esa persona es compasiva, misericordiosa, caritativa, palabras de las que aquí huimos por tener un matiz religioso. Lo mismo ocurre con palabras como justicia y caridad. Es frecuente oír eso de que “no quiero caridad, quiero justicia”, cuando la justicia tiene límites y la caridad va en la misma dirección, pero sobrepasa esos límites.

Creo que debemos enseñar a nuestros niños a ser compasivos. Naturalmente lo son, (todo niño a los 3 años es compasivo), de la misma manera que tienen un acusado sentido de la justicia, salvo en contadas excepciones. ¿Por qué se hacen más indiferentes, más duros de corazón, más insensibles al dolor conforme van creciendo? ¿Cómo puede no dolerles el dolor de los otros? ¿Cómo pueden provocarlo e incluso disfrutar con él?

Es la fraternidad con el otro la que nos hace más humanos. Nos preocupa la violencia en los jóvenes. Pues bien, la compasión es un antídoto contra ella. El año que empieza puede ser un buen momento para hacer que nuestros hijos, nuestros alumnos, nosotros mismos, seamos más compasivos.

En el nº 2.926 de Vida Nueva