En este caso persisten muchas incógnitas que, sin despejarlas, hacen imposible un juicio moral que sea serio. No puedo dejar de recordar la frase que, casi como un mantra, nos repetía en clase el P. Gafo: la buena ética comienza con buenos datos.
No sabemos exactamente cuál era la situación neurológica del paciente; se habla simplemente de estado vegetativo, y esto no es suficiente porque resulta un concepto muy amplio, con situaciones bien diversas.
Dicho eso, creo que los católicos deberíamos hacernos –al menos– dos preguntas. ¿Realmente favorecemos la causa de la vida cuando nos oponemos, con términos y maneras a veces demasiado ásperos, por decirlo de algún modo, en casos tan difíciles y extremos? Unos casos que, además, no debieran salir del reducto íntimo de la familia y judicializarse. Me resulta difícil de digerir que unos padres se hayan opuesto de manera tan numantina a la decisión de su nuera, que era quien ostentaba la legítima representación de Vincent y que, además, era apoyada por cinco de los seis hermanos del propio Lambert. Las polémicas agrias nunca ayudan a la Luz, a la Verdad y a la Bondad.
¿No es hora de replantear el juicio sobre la hidratación y alimentación artificiales que formuló la Congregación para la Doctrina de la Fe hace años? Son tratamientos médicos, no olvidemos su naturaleza. No saber dejar partir es un pecado grave. Estoy en contra de la eutanasia y con idéntica fuerza estoy en contra de toda forma de obstinación terapéutica. Dedico buena parte de mi tiempo y de mis energías (físicas y emocionales) a acompañar a enfermos terminales: en ellos reverencio a ese Jesús a quien confieso como el Cristo. Veo mucho sufrimiento.
Pero también percibo cómo una escucha activa y una presencia sincera y amable llevan mucha paz a sus corazones y a los de sus familias: aquí, creo yo, es en donde deberíamos concentrar todos nuestros esfuerzos, huyendo de polémicas que tan solo polarizan el debate social sobre el final de la vida; un debate que, por desgracia, está ideologizado.