La primera vez que crucé el umbral de la prisión no pensé que encerrada entre esas cuatro paredes encontraría el mundo entero. Un mundo separado de la sociedad en el que todos los problemas y dificultades del exterior se amplifican y condensan, tanto en el espacio como en el tiempo.
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El principio número 5 de las Reglas Penitenciarias Europeas del Consejo de Europa, el organismo europeo que promueve y protege los derechos humanos, establece que la prisión debe ser lo más similar posible a los aspectos positivos de la vida libres en sociedad. Esos aspectos positivos, a veces se pierden en el camino y la prisión se convierte en el lugar donde se concentran los aspectos negativos; donde terminan los problemas a los que la sociedad no puede o no quiere dar respuesta y con ellos las personas que los arrastran. Entrar en prisión significa encontrarse con esta realidad hecha de gran sufrimiento, gran pobreza y gran humanidad.
La prisión es una institución en la que entran más fácilmente los pobres. Les es más fácil entrar y más difícil salir como lo demuestran en Italia las 1.466 personas con una pena inferior a un año. Su presencia en prisión con penas tan cortas nos habla de la marginalidad social y fragilidad que les afecta.
Y nos habla de la ausencia de políticas sociales capaces de afrontar las cuestiones críticas antes de que se convirtieran en conductas ilegales objeto de sanciones penales. Cuando la condena es baja, esos pocos meses de prisión ni siquiera permiten poner en marcha un programa de reinserción o seguimiento. Esos meses al final constituyen solamente un vacío en sus vidas. La prisión es una realidad masculina en número y en pensamiento.
Marginación
Hablando de números, las mujeres siempre han representado el 4 por ciento de la población carcelaria. De las 56.332 personas encarceladas en Italia en marzo de 2023, 53.883 son hombres y 2.439 mujeres. Hay cuatro institutos penitenciarios de mujeres, –Venecia-Giudecca, Roma, Pozzuoli y Trani–, que albergan a 618 de ellas. Las otras 1.821 están en 49 módulos femeninos de cárceles para hombres.
Actualmente, el 70% de los directores de prisión son mujeres y cinco de los nueve supervisores designados también son mujeres. La perspectiva sobre la ejecución penal no ha cambiado. De hecho, las mujeres son tratadas como una minoría y como tal tienen menos de todo: menos atención, menos espacio, menos ofertas y menos respuestas. Una marginación de facto.
La escasez numérica podría favorecer trayectorias personalizadas, pero no es así. En lugar de eso, escasean las actividades, muchas veces poco atractivas y basadas en estereotipos femeninos por los que a las mujeres se les ofrece el curso de “belleza” y a los hombres el de pizzero. Pero también sucede que el reducido número de mujeres confinadas en un módulo no permite ni siquiera la formación de una clase a pesar de su derecho a estudiar.
Porque las clases mixtas no están previstas en la cárcel, salvo en muy pocos centros. Y en los módulos para madres habilitados para albergar a mujeres con uno o más hijos menores de tres años, la atención se centra únicamente en los niños y se cifra en la presencia de educadoras y voluntarios dedicados a los pequeños. No hay actividades laborales, culturales, deportivas o de otro tipo para las madres. Porque su identidad se resume en ser madres.
Para las mujeres, la prisión es más dura. No solo por el vacío del tiempo que no se llena, sino también porque la separación de una mujer de la familia repercute en la gestión del propio núcleo porque afecta al cuidado de los niños, los ancianos y las personas frágiles. Muchas veces, cuando falta la mujer, las familias se desintegran. Y al estigma de la culpa, se les suma el de ser malas madres y malas mujeres.
Presencia urgente de la sociedad civil
Por otro lado, el voluntariado y el tercer sector son mayoritariamente femeninos en general y también en prisión. Gracias a una ley que no solo prevé, sino que “urge” la presencia de la sociedad civil, cientos de asociaciones y miles de voluntarios entran en las cárceles para impulsar el proceso de reinserción de las personas encarceladas, que, según la Constitución, es el objetivo último de descontar una pena de prisión.
¿Por qué entrar en una prisión? Me han hecho esta pregunta muchas veces en más de 30 años de voluntariado. La respuesta es simple y compleja al mismo tiempo.
Como ciudadana, porque esa realidad me interpela. Porque esas mujeres y esos hombres son parte de mi ser social y por lo tanto parte de mí, de mi identidad. Porque esas vidas separadas temporalmente de la mía y de la nuestra son parte de mi mundo y del nuestro. Porque, –como dijo el Presidente del Garante Nacional de los derechos de las personas privadas de libertad personal, el jurista Mauro Palma, al presentar el Informe Anual al Parlamento–, es necesario “dar instrumentos a toda la comunidad para que reconozca su pertenencia a ese mundo, dándose cuenta de que esos lugares son esenciales para la capacidad de leerse a sí misma y son los indicadores de su nivel de democracia”.
Más allá de los muros
Como cristiana, para hacer carne las palabras de san Pablo en la carta a los Hebreos cuando escribe sobre mirar a aquellos que están en prisión “como si fuéramos prisioneros con ellos”. La segunda parte de esta frase siempre me ha impresionado. ¿Qué significa que yo también soy una prisionera con ellos? Significa estar ahí sin juzgar, sin condenar, sin querer cambiar a las personas, solo respetándolas en su identidad adentrándose en cada una de esas historias, experimentando y compartiendo su dolor, rabia, deseo de cambio, arrepentimiento, debilidades, caídas, culpa y frustración.
Significa también adoptar las palabras del padre Luigi Di Liegro, fundador de la Cáritas diocesana de Roma, cuando decía que no se va a la cárcel para convertir, sino para ser convertido. Pero tanto como ciudadana y como cristiana, la presencia y el compromiso en la cárcel no acaba en la cárcel. Si lo que hay afuera no cambia, si la sociedad no se vuelve capaz de acoger de nuevo a quienes han cometido un error y han cumplido su condena, el muro de la prisión marcará a las personas para siempre de forma indeleble. Y la dramática cifra de 85 suicidios en las cárceles italianas el año pasado parece expresar este grito de dolor y esperanza rota.
La Iglesia debe volver a ser una comunidad capaz de vivir más allá de los muros, más allá de las separaciones y más allá de los miedos. Visitar a los presos significa recordarlos como si también nosotros fuéramos presos con ellos. Sin juicios y sin prejuicios. Sin condenas y sin absoluciones.
*Artículo original publicado en el número de mayo de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva