Escucharnos es también observar cómo hablamos, qué decimos y cómo lo decimos. Con las palabras no sucede lo mismo que con la multiplicación en las matemáticas donde el orden de los factores no altera el producto. Muchas veces, pareciera que es lo mismo decir el Amor es Dios que Dios es Amor. Frecuentemente vamos aceptando expresiones que configuran otros sentidos alrededor de lo que es inalterable, como son la dignidad humana y la Palabra de Dios.
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Quienes conocemos la Palabra de Dios con la vida, no podemos dejar que se vaya haciendo líquida, tal como se dice de todo aquello que se diluye en esta época de transiciones, cambios y tibiezas. Estamos invadidos por las jergas y palabras demasiado mundanizadas, diría Francisco. Así como también nos advierte acerca de la mundanidad espiritual que corrompe a la Iglesia y de la cultura de la mundanidad, que es una cultura de lo descartable. “Es una cultura sin fidelidad”, dice Francisco.
La Palabra no se encarna dentro nuestro cuando la conocemos y cuando creemos en ella, nacemos ya encarnados por la Palabra. Dios, habiéndonos soñado en el seno de su Amor, nos encarnó con su Palabra desde antes de nacer.
El tesoro
Pensemos desde lo más profundo y personal: en el vientre de mi madre, la Palabra quiso establecer habitación en mí. El soplo del Espíritu Santo que me dio vida fue y es la Palabra misma que busca anidar en mí. Y así la Trinidad se abre paso a la imagen y semejanza donada desde siempre por Dios para la persona humana.
Esto me hace portadora del tesoro desde antes de que mi ser racional se apodere de mi mente a través de los mandatos familiares y sociales, o de los aprendizajes de la educación y la cultura, o de las creencias religiosas. La Palabra me concibió en el seno trinitario. Para la vida, fui infundida de Esperanza, Fe y Amor, ese que nunca pasará. El tesoro me precede y esto incluye la libertad absoluta que Dios infunde en mí y me hace digna hija suya.
Es por eso que el tesoro de la Palabra va conmigo donde vaya. Como solemos decir, es nuestro cacharro de barro. No es posible desprenderlo del ser total, integral, completo y pleno que soy.
Engendrados para desplegarla
Somos custodios de los contenidos más profundos que encierra la Palabra de Dios, que va desplegando sentido en cada día de nuestra vida y, por experiencia, sabemos que es inagotable. Siempre viva. Siempre eficaz. Siempre nuestra. Sin embargo, necesitamos dar un salto con pértiga. Más alto y más largo.
La Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II, capítulo IV, nos dice “la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia”.
Sabernos encarnados por la Palabra es vivir nuestra encarnación en presente porque «antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones». Reconocernos encarnados por la Palabra es empezar a sabernos muy amados desde antes de venir al mundo.
Nacemos cuerpos y somos cuerpos encarnados en este tiempo y en este espacio que habitamos. Vamos caminando con y entre otros cuerpos que se van definiendo en procesos que nadie puede juzgar porque no los conocemos desde adentro.
Entonces, si se aprende a reconocer que se es cuerpo en esta tierra, en el lugar que se habita, donde la fragilidad es propiedad privada de cada ser, encarnado desde la Palabra, quizá se pueda mostrar que la luz que Dios puso en el vientre de nuestras madres puede crecer al infinito para que otros puedan también reconocerse como cuerpos misionados por el Amor de Dios.
En esa semilla de luz que crece en el vientre de una madre, ya se es creatura totalmente amada y sostenida en su dignidad por Dios. Dice la Declaración Dignitas Infinita que “sólo mediante el reconocimiento de la dignidad intrínseca del ser humano, que nunca puede perderse, desde la concepción hasta la muerte natural, puede garantizarse a esta cualidad un fundamento inviolable y seguro”.
En esta conciencia, como lo hacían las primeras comunidades, podemos reconstruir esta manera única de vivir nuestra existencia: revalorizar nuestra corporalidad, nuestro ser cuerpo, para ser presencia plena en medio del mundo que pide a Dios. Al igual que la Eucaristía, la Palabra es Cuerpo que se hace cuerpo en el nuestro. Para la construcción del Reino.