La pandemia del coronavirus ha puesto sobre la mesa la misión de la Iglesia en el marco de la sociedad. La emergencia ha encontrado una Iglesia consciente de la gravedad del problema y dispuesta a cumplir en todo momento con la normativa dictada por los responsables públicos. Las medidas anti-Covid en las iglesias han sido y son modélicas. Las disposiciones sanitarias se han seguido escrupulosamente en la casi totalidad de los casos. Las excepciones se pueden contar con los dedos de una mano y han obedecido a un concepto erróneo de la acción y de la providencia divinas, como si Dios actuara sin mediaciones y las protecciones humanas contra la pandemia pudieran ser menospreciadas. Han surgido diversos negacionismos a nivel mundial provocados por la falta de esperanza, pero un negacionismo de origen religioso en relación a la pandemia ha sido más bien anecdótico en nuestro país.
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No se puede jugar –y menos en nombre de Dios– con una enfermedad cruel que ha comportado y comporta la muerte de miles de personas de todas las edades. Hacerlo sería tomar el nombre de Dios en vano. Sería despreciar el valor de la vida. A ello ha contribuido decisivamente la actitud pública del Papa, manifestada sobre todo en la extraordinaria celebración del 27 de marzo en el atrio de la Basílica de San Pedro del Vaticano.
El confinamiento causó el cierre de muchas iglesias –a pesar de que, estrictamente hablando, no se obligaba a hacerlo–. No se podían celebrar actos litúrgicos, pero privadamente se podía entrar en una iglesia a orar, a encontrarse con el Señor, a buscar el consuelo de la presencia que acompaña y sostiene.
Mientras avanzaba la pandemia, un grupo de personas vulnerables no podía quedarse en casa: las personas sin techo o con un hogar en condiciones precarias, las personas que habían contraído la enfermedad y se encontraban en los hospitales, en las UCI, en las residencias de ancianos o, por defecto, en el propio domicilio. Una vez más, se cumplía la palabra de Jesús a sus discípulos: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis” (Mc 14, 7). Pobres y enfermos emergían como los pequeños del Reino a los que había que acoger y cuidar. Las administraciones habían preparado instalaciones para personas sin techo. Pero quedaban aún muchos en la calle que tenían que comer y dormían en los portales de las casas de unas ciudades vacías. Ahí respondieron las parroquias y Cáritas, las comunidades religiosas, entidades como la Comunidad de Sant’Egidio, el Hospital de Campaña y otros grupos eclesiales.
Luz en el dolor
También era necesario hacerse presente en los lugares de dolor, donde muchas personas perdían la vida en medio de la soledad, a pesar de la atención admirable de médicos y enfermeros, del personal de las residencias. Hacía falta la luz del Espíritu de Dios que renueva el espíritu humano en el momento de la prueba y del sufrimiento. La Iglesia también ha correspondido al acoger el clamor silencioso de los enfermos que sube hacia Dios.
La pandemia no ha terminado. Hay rebrotes graves y problemas considerables. Nadie se atreve a hacer previsiones. A la espera de una vacuna, en este punto de la sanidad universal nadie debe quedarse atrás, sin distinciones entre los más acomodados y los más desvalidos. El principio de la solidaridad debe prevalecer. Pero hay otra tarea, más compleja y decisiva: introducir ese principio de la solidaridad en el mundo post-Covid, convirtiendo la crisis económica y social en una ocasión para un mundo justo, sostenible, amigo y en paz, para no sucumbir a los egoísmos que a menudo desgarran la familia humana, para una re-humanización de la sociedad en su conjunto, sobre todo en el tema de los ancianos, que son simiente de futuro.
¿Cómo se debe posicionar la Iglesia en este contexto? ¿Cómo tiene que ser su presencia en la sociedad? Me gustaría esbozar tres respuestas (…)