PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
Desde los 42 hasta los 49 años caminé mucho: no solo a Santiago de Compostela desde Somport, sino de monasterio a monasterio en Athos, por el Sahara en varias ocasiones y, desde luego, por la sierra madrileña; también por mi ciudad, por supuesto, sea para ir de casa al trabajo, sea para deambular por el centro, actividad a la que siempre he sido muy aficionado.
Claro que caminar no era para mí simplemente desplazarme de un lugar a otro. Había también altos en el camino, momentos en que reponía fuerzas y contemplaba el paisaje. La quietud era para mí el premio al movimiento, y el movimiento, en fin, el premio a la quietud, de manera que permanentemente me estaba premiando.
Siempre que me he puesto una mochila a los hombros –o aun sin ella, pero caminando–, lo que me preocupaba empezaba a alejarse y a aflorar, por contrapartida, un nuevo yo menos obsesionado por el pensamiento y más abierto a la percepción. Por eso, nunca he permitido que mis deberes o responsabilidades me impidieran caminar. No hay de qué extrañarse: sin tiempo para uno mismo, es imposible que aquel que se dedica a los demás esté mínimamente cualificado.
Por causa de una prolongada y dolorosa lumbalgia he tenido que suprimir ahora mis caminatas y, como era de esperar, mi espíritu se ha resentido. He comenzado con la gimnasia, cierto; pero para mí no hay punto de comparación. Mientras caminaba tenía la sensación de que el mundo se me brindaba en su espléndida sensorialidad. Ahora, en cambio, todavía lejos de la vejez, debo conformarme con el recurso a la memoria y a la imaginación.
Si no puedo caminar no sé durante cuánto tiempo podré seguir siendo escritor. Esto puede parecer una exageración, pero el escritor es para mí una combinación del arquetipo del monje con el del peregrino. Por eso, cuando hablo con algún joven, mi principal y a veces único consejo, es que viaje a pie todo cuanto pueda, antes de que lleguen los años y los achaques.
Aquí quiero confesar que todos los viajeros del mundo son mis amigos. Hay entre nosotros, en particular entre los caminantes, una estrecha y misteriosa fraternidad. Yo me siento hermano de esos grandes caminantes que fueron, por ejemplo, Stevenson, Walser o Rousseau. También Heinrich Harrer, David Le Breton o Thoreau, cuyos diarios he leído con la extraña impresión de que eran los míos. A mis cincuenta y dos años solo lamento una cosa: no haber caminado más. Sigo pudiendo viajar, claro; pero ya no caminar. No es lo mismo: el gozo del viaje a pie no me lo da ningún medio de locomoción, y eso me llena de melancolía.
Si la condición del hombre es estar de paso, ¿cómo puede extrañar que el caminante simbolice como ningún otro arquetipo nuestra humana condición? Cuando parto de viaje me recuerdo a mí mismo que algún día emprenderé un gran viaje, sin retorno esta vez, a un país desconocido pero en el que creo. Al caminar tengo una meta y una dirección; hay algo que dejo atrás y algo que me espera por delante. Vivir la vida así, con meta y dirección, con pasado y futuro, es lo que hace que pueda tener algún sentido.
Por los caminos puedo extraviarme, como en la vida. Por los caminos pueden asaltarme los bandidos o algunos animales, como en la vida. Por los caminos me puede sorprender la noche. Como en la vida. Caminar es por eso un aprendizaje. Y por eso he llevado casi siempre un diario de mis viajes. Puedo consultarlo en cualquier momento, y en cada página me asalta entonces, como un milagro, un recuerdo o una imagen.
No hay escuela de meditación que no incluya la gozosa disciplina del caminar. De hecho, casi todas mis esperanzas las he fraguado caminando. Tan es así que creo sinceramente que si no hubiera caminado no sería un hombre con esperanza. Hay algo en el camino, probablemente este desplazarse hacia delante, que alimenta la esperanza de resolver el conflicto que te aflige.
Mi consejo para quienes se sienten tristes es caminar, abandonarse a la caminata y al camino mismo. Al caminar, o te olvidas de ti, lo que siempre es liberador, o te acercas a ti mismo desde una perspectiva nueva, tantas veces insólita y liberadora. El pensamiento que se genera en las caminatas, además, es difuso y relajado, puesto que al caminar, si te entregas a esa actividad, permites que el mundo penetre en ti. Esa receptividad pura, esa acogida desinteresada, ese discipulado natural, cabría decir, todo eso es lo que anhelamos y, torpe y ansiosamente, solemos buscar en los libros.
En el nº 2.960 de Vida Nueva