La Navidad, desde el misterio de la encarnación, nos invita a volver a centrarnos en el acontecimiento de Cristo como fundamento de nuestro ser y hacer. Volver a la fuente más pura, deshaciéndonos de todo lo que se nos ha ido pegando en esta historia última y que de algún modo despista al ser y al hacer eclesial del verdadero núcleo de nuestra fe y nuestro credo trinitario cristiano.
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La Iglesia está llamada a conversión profunda e interior. Y dicha conversión comienza por la fidelidad al misterio de la encarnación, a la raíz cristológica, a la humanidad y sacramentalidad de Jesús de Nazaret, solo él es el verdadero sacramento de salvación para nosotros y la Iglesia está llamada a ofrecerlo en la mayor pureza posible, siendo ella misma sacramento del encuentro de la humanidad con Dios. La conversión verdadera siempre camina por el deseo de volver a Jesucristo, para conocerle y amarle, y así poder seguirle.
Abrirnos al misterio de su nacimiento supone adentrarnos en la sacramentalidad de lo pequeño y lo minoritario. Dimensiones fundamentales que no son causadas por el mundo que nos atenaza y oprime, sino que nacen del amor profundo y compasivo de nuestro Dios, que nos salva y nos muestra su poder en la mayor debilidad de un amor que apuesta por los últimos, por lo pequeño, por el menor. La salvación sólo puede venir por la pobreza que enriquece. La navidad nos invita a escapar de la riqueza y el poder que empobrece. Por eso ofrece a la Iglesia los caminos de lo humano para la trascendencia.
Encuentro con él
Hoy como nunca hemos de volver a la humanidad de Jesucristo como clave de la Iglesia y su ministerialidad. Estamos llamados a creer e invitar a creer en Jesucristo tal cual él se nos manifiesta y se revela en su propia persona, en su nacimiento, vida, muerte y resurrección. Es apasionante el preguntarnos con verdad cómo vivir nuestra fe en Cristo y así poder proponerla a otros. La Navidad nos invita a vivir en el gozo de la fe como punto de partida, alegría de un Dios encarnado que nos hace posible el encuentro comunional con él.
Nos reconocemos profundamente agraciados por el don de la fe en Jesucristo. “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Sal 126,3). La fe en Jesucristo es el gran don que el Padre y el Espíritu Santo nos han regalado. El conocimiento de Jesucristo es la piedra preciosa por la que se puede vender todo lo demás (cf Mt 13,45-46). “Lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,7-8). El ángel a los pastores se lo anuncia con fuerza y gracia: “Alegraos… hoy os ha nacido un Salvador”.
Las celebraciones, los pasajes bíblicos de este tiempo litúrgico pretenden renovarnos en la verdadera alegría de nuestra fe, es momento de volver a la contemplación desnuda de lo humano como revelación de lo divino. Nada nos podrá separar de este amor que se ha hecho carne en Belén, somos el pueblo de la encarnación, señales de un misterio de amor revelado en lo pequeño e insignificante, de lo envuelto en pañales.
A partir de este acontecimiento cristológico somos conscientes de que “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en él, que no hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón” (EG 266).
La pobreza de Dios
Celebrar la Navidad es reconocer con alegría nuestro encuentro con Jesucristo y entender que este misterio es el que nos une a toda la humanidad y a toda la creación. Somos afortunados, porque hemos recibido algo que nadie nos podrá quitar, como es la alegría del Evangelio. Pero la alegría de este nacimiento, de este encuentro de Dios con la humanidad en la carne del niño de Belén no es propiedad privada, es el pueblo el que vive y encuentra a Jesús en su nacimiento, el pueblo pequeño y minoritario, pero pueblo.
El encuentro con Jesucristo nos remite siempre a la comunidad de hermanos, la Iglesia. La fe en Jesucristo es, a la vez, un acto personal y un acto comunitario; es una persona concreta la que se encuentra con Jesucristo y se fía de Él, pero ese encuentro acontece en el corazón de la comunidad eclesial y nos vincula a ella. La fe no puede nacer ni desarrollarse sin la compañía de otros creyentes. Sólo junto con otros creyentes podemos también nosotros profesar la fe en Jesucristo, narrarla, celebrarla y vivirla.
De la Iglesia, además, proceden los elementos que van nutriendo la fe: la predicación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la praxis del amor. Todos los testigos de aquel nacimiento lo fueron en un sentido de lo comunitario y de lo compartido, nadie se pudo apropiar del espíritu libre de la pobreza de Dios, que se deshacía en luz para toda la humanidad, pero con los medios más sencillos y pobres de aquel lugar y en aquel momento. Y el anuncio de este Dios encarnado no puede realizarse al margen de la Iglesia; la Iglesia es necesaria para el anuncio de Jesucristo. Pero por eso mismo, a la hora de proponer la fe en Jesucristo no es insignificante la imagen pública de la Iglesia.
Estamos llamados eclesialmente a desnudarnos de todo aquello que obstaculiza la presentación de un misterio tan pequeño y tan débil en la comprensión del mundo y tan fuerte y profundo en la mirada teológica del amor de Dios. La navidad invita a despojarnos –desmundanizarnos– de los poderes y las estructuras que no nacen del espíritu y que deforman y disfrazan el verdadero anuncio a los pastores sencillos y al pueblo que espera un mensaje de salvación en la historia actual. Hemos de convertirnos a lo pequeño y a lo minoritario si no queremos pecar contra la encarnación de nuestro Dios.