La catástrofe moral de la pederastia eclesial de la que hemos tenido conocimiento, primero, con cuentagotas, pero, más recientemente, como un tsunami, nos ha abierto los ojos sobre la existencia de un inmenso dolor, que –provocado entre nosotros y por compañeros de viaje– hemos visto cómo se incrementaba al haber sido ocultado. La intensidad y extensión del dolor provocado y el arraigo de la complicidad institucional han evidenciado que tan depravada praxis tenía asiento en una eclesiología y en una institucionalización que, descaradamente verticalista y absolutista, nada tiene que ver con lo dicho, hecho y encomendado por Jesús, y sí mucho con el modo de proceder heredado del absolutismo.
En medio del escándalo, y de la necesaria catarsis que está aconteciendo, hemos oído decir, primero, como un murmullo y, luego, como un clamor ineludible, que se había acabado ya el tiempo de los diagnósticos y de los gestos y que había que adentrarse, sin temor alguno, en la toma de decisiones que fueran a la raíz; entre otras razones, porque no solo estaban en juego el pontificado de Francisco o la credibilidad de la Iglesia, sino, sobre todo y ante todo, la fidelidad al Evangelio.
Afortunadamente, el papa Bergoglio ha movido ficha. Y lo ha hecho mediante una importante constitución apostólica (‘Episcopalis communio’) en la que sintetiza su decidida voluntad de reforma y plasma jurídicamente la apuesta conciliar por la sinodalidad, uno de los objetivos centrales de su pontificado. Con esta decisión – juntamente con la ‘Carta al Pueblo de Dios’ denunciando el clericalismo como la metástasis que devora y asola la Iglesia, y convocando a un encuentro en el Vaticano (ver páginas 32-33) a todos los presidentes de las conferencias episcopales del mundo para abordar dicha catástrofe moral– retoma la iniciativa para intentar sacar a la comunidad cristiana del agujero negro en el que se encuentra y para paliar, hasta donde sea posible, el mal y el dolor provocados por la pederastia eclesial y su ocultamiento por parte de los obispos.
Es posible que la promulgación de esta carta apostólica no tenga tanto eco mediático, pero es, sin duda alguna, de enorme alcance para el futuro de nuestras comunidades y para erradicar el drama de la pederastia. La clave de su comprensión se encuentra en la intervención que tuvo Francisco el 7 de octubre de 2015, con ocasión de los cincuenta años de la institución del Sínodo de los Obispos: el papa, dijo entonces, no está “por sí mismo por encima de la Iglesia, sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado, a la vez, como sucesor del apóstol Pedro, a guiar a la Iglesia de Roma que preside en el amor a todas las Iglesias”. Toda una revolucionaria manera de superar una concepción absolutista del papado y de indicar los pasos por donde tendría que ir lo que había calificado poco antes como la “conversión del papado” y, por ello, del ejercicio de la autoridad en la Iglesia.
Tal apuesta le ha llevado a sintetizar doctrinalmente y traducir jurídicamente, en esta carta apostólica, la comprensión y el ejercicio de la autoridad eclesial en el cauce de la sinodalidad y corresponsabilidad que brota y se funda en el bautismo. Lo hace dejando bien claro, una vez más y desde el primer momento, que el Pueblo de Dios es infalible ‘in credendo’, y que no se puede presidir y gobernar la comunidad cristiana sin contar con su parecer en todo aquello que la concierne. Por eso, a partir de ahora, los sínodos de obispos tendrán una primera fase en la que el Pueblo de Dios será consultado sobre la cuestión que se plantee. Y una tercera etapa, posterior a la propiamente celebrativa, en la que participará en la recepción de lo eclesialmente acordado.
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