La publicación del documento ‘Episcopalis communio’ constituye la confirmación de que el pontificado de Francisco se está configurando como el centro de comunión de una Iglesia más corresponsable y más ecuménica.
El Concilio Vaticano II señaló la urgencia de cambiar el modelo eclesial, pero la teología y el estilo de gobierno personalista tradicional, anclado en el Concilio Vaticano I, lo impidieron. La colegialidad marcó el Concilio y espoleó la teología, pero quedó como un desiderátum maltratado por el concilio de Holanda, la crisis del 68, el desconcierto de la secularización y la descristianización galopante.
Todos interpretaron el anuncio de Pablo VI de la nueva figura del sínodo episcopal –efectuado un 15 de septiembre, fecha en la que Francisco ha querido firmar también esta nueva constitución apostólica– como la determinación de adelantarse al deseo mostrado por el Concilio de un sínodo más estable. Y con más autoridad. De hecho, la historia de estos sínodos ha resultado mediocre y escasamente fecunda.
Ese nuevo sínodo –aparentemente el antiguo– que será inmensamente más representativo de la Iglesia, afrontará todos los temas que le presente el Papa y podrá gozar, en su caso, con el aval inmediato de la autoridad pertinente. No será la Iglesia sinodal ortodoxa, pero sí la Iglesia sinodal romana.
Esta constitución apostólica da un salto vertiginoso, aparentemente utilizando los mismos mimbres de siempre. Parece no cambiar mucho y puede cambiar todo. El centro absoluto de comunión sigue siendo el obispo de Roma, pero todas las diócesis están convocadas a ser comunidades en las que todos sus miembros están llamados a sentirse partícipes.
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