Ya va tocando hablar despacio del profesorado de Religión. Desde hace años, se vienen acumulando encima de la mesa inquietudes, dificultades y retos que exigirían una reflexión compartida. En esa reflexión, sin duda, habría que evaluar las dificultades y aciertos que ha habido en este modelo que se configuró a partir del Concilio y cristalizó los Acuerdos de 1979; habría que solucionar algunas urgencias de la actual coyuntura (por ejemplo, la falta de profesorado de Secundaria y Bachillerato en algunos territorios); y, sobre todo, habría que ser capaz de anticipar soluciones a algunas de las dificultades que ya se intuyen. No estamos ante un asunto menor.
En la figura del profesor de Religión convergen muchos asuntos de calado que apuntan, por ejemplo, al modelo de presencia y relación de lo eclesial en lo público, al lugar que ha de ocupar la teología en el diálogo con las demás disciplinas, a los modos de vivir el compromiso laical, en su legítima autonomía, en comunión con la jerarquía; a la aportación que ha de hacerse al sistema educativo público de una propuesta pedagógica abierta a lo trascendente y comprometida con los más desfavorecidos, etc. En todos estos frentes, a lo largo de estos años, el péndulo se ha movido entre una perspectiva más esencialista, focalizada en salvaguardar la pureza de los rasgos identitarios del profesor de Religión, y otra más posibilista, que buscaba arañar de la Administración mejoras profesionales y de estatuto de la asignatura, que asegurasen la estabilidad de asignatura y profesor.
¿Por qué la asignatura?
En algunos asuntos a abordar, hemos perdido años y ya vamos tarde. La decisión y la necesidad de proponer la docencia a sacerdotes que, inevitablemente, no tienen en este oficio su razón de ser “profesional” y la falta de impulso o la desconfianza en la autonomía laical, en más de una ocasión, no ha ayudado a ir trabajando en la creación de un auténtico “cuerpo” de profesores de Religión que fuese generando un modo de ser, de estar en lo público, de desempeñar la tarea docente y de profundizar en el sentido pedagógico de la Enseñanza Religiosa Escolar (ERE). Hemos adaptado el currículo a cada reforma educativa; nos hemos subido al carro de la innovación educativa pero no hemos reflexionado, suficientemente, sobre “el qué” queremos que la ERE desarrolle en nuestros alumnos.
Las palabras dominantes en la reflexión eclesial sobre el profesor de Religión de estos últimos años han sido, sobre todo, idoneidad y misión canónica. Esas son las cuestiones que se han querido subrayar pero, quizá, por exceso de celo en esas, no se ha avanzado prácticamente nada en otras dimensiones que hubieran ayudado a mejorar la identidad y misión del profesorado. Por ejemplo, diseñar en los centros de estudios teológicos un itinerario de formación teológica, diferente al que se requiere para realizar los estudios eclesiásticos, que esté orientado hacia la enseñanza escolar de la teología. Este itinerario hubiera acercado la reflexión teológica a laicos con otros estudios universitarios (no necesariamente bienios de filosofía), nos hubiera ayudado a profundizar en lo específico de una pedagogía de la teología y expresaría una vocación de diálogo con las demás materias.
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