Nos recuerda El don de la fidelidad que todos los votos, y en particular el de celibato, son una respuesta humana a la iniciativa de Dios. No se pueden entender si no es desde la vocación recibida a hacer de Dios el centro de la vida y entregarle toda nuestra existencia.
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Sobre el papel es fantástico, pero en realidad es una de las piezas fundamentales de la crisis de la vida religiosa, tanto a nivel de familias religiosas como de las propias personas. No podemos engañarnos sobre ello. Pero “crisis” no quiere decir necesariamente algo negativo, sino algo a lo que hay que prestar especial atención, por ser “crítico”. Sin buenismos, una crisis puede ser una oportunidad.
En general, el celibato ha sido tratado por psicólogos o por teólogos. Los unos tienden a ser técnicos y, cuando emiten juicios de valor, fácilmente adoptan la actitud de “sospecha”: ¿Se puede ser célibe y efectivamente adulto? Los otros a veces caen en “literatura rosa”, a cantar las glorias de la virginidad como plenitud del amor, sin apenas referencia a la dinámica real de la existencia célibe de ese hombre o mujer que, en un momento dado, optó por un Amor que –se diga lo que se diga– sigue siendo profundamente extraño.
Falta un largo camino por recorrer: síntesis entre principios y praxis, entre ideal y pedagogía, entre vocación y psique, entre dinámica espiritual y complejidad de la experiencia vivida, entre inspiración evangélica y cambio sociocultural…
No es un reto pequeño. Implica, además de una madurez y salud personal exquisitas, una clarificación y testimonio del profundo significado antropológico del celibato, pues en nada se evita o suple la naturaleza humana, con sus limitaciones y miserias. Supone relativizar todo otro bien frente al bien absoluto, Dios.
Además, es una provocación en una sociedad que deslinda la sexualidad del amor y la trata como un objeto o un juego. Vivir la castidad evangélica, en cualquier estado y particularmente en el celibato, “manifiesta que la fuerza del amor de Dios puede obrar grandes cosas”, citando Vita Consecrata (n. 8).
Para ello, los y las célibes deben demostrar “equilibrio, dominio de sí, iniciativa, madurez psicológica y afectiva” y me atrevo a decir que no poca sabiduría vital y capacidad de apertura para ser capaces de un amor radical y universal. Exige, pues, aprendizaje humano y espiritual para convertirse en una “experiencia de alegría y de libertad iluminada por la fe”.
Seres sexuales
Los seres humanos somos biológicamente sexuales. Eso no quiere decir que la única manera de vivir la sexualidad sea dejando que los instintos campen a sus anchas. Tampoco que el celibato sea una mera continencia. Va mucho más allá, en el sentido en que, libremente aceptada y sin contradecir en ningún momento la dignidad de la persona, la castidad es un modo de relación interpersonal que canaliza de forma adecuada (no es la única posible, pero sí es una de las adecuadas) las energías insertas en el tejido humano. Al contrario que cualquier represión, puede abrir al amor y servir bien para la integridad de la persona.
Cuando, en lo que luego supe se llamaba “obediencia de fe” decidí ser Hermano de La Salle, creía saber a qué renunciaba. Eso me dio algo de seguridad en los primeros momentos, pues pensaba que un mayor conocimiento ayuda a superar las dificultades. No contaba, claro, con que la fuerza de la sexualidad y el amor sobrepasa cualquier barrera intelectiva que le queramos poner. Tampoco contaba con que, una vez hechos los votos –mira tú– en realidad no sabes nada y no te “salvan” de nada: te puedes volver a enamorar, a sentir el peso de la soledad, a ansiar la intimidad, el cariño, el roce… sin por ello querer dejar de ser religioso.
Castidad evangélica
Optar por vivir en un estilo de vida que conlleva una fuerte soledad, la de “sin hijos las rodillas y la boca” del poema de Pedro Casaldáliga, no puede ser algo que dependa solo de uno mismo. Desde luego en mi caso personal no es idea mía –dudo que se me hubiera ocurrido–, sino que intenta ser respuesta a la iniciativa de Dios. Por eso es una “paz armada”.
En esto me di cuenta de la verdad de que “lo afectivo es lo efectivo” y de la necesidad de una base psicológica muy fuerte para poder construir un proyecto de celibato. Lo sabía en la teoría, no en la práctica.
Algo parecido ocurre con los documentos eclesiales y del magisterio sobre el tema, donde siempre echo en falta un desarrollo más cercano a la realidad de la vivencia concreta de la castidad evangélica. Algunos escándalos y la propia limitación personal me hacen reflexionar sobre el celibato vivido como renuncia al amor.
Cuando nos hace incapaces de amor, de donación de amor y de vida, cuando nos cierra contra el afecto y la ternura para evitar la tentación o el sufrimiento, es tremendamente perjudicial. Parece que el que no ama a nadie, no sufre, pero es que el que no ama no vive.
Por eso no creo que la crisis de la vida religiosa se deba solo al celibato, pero quizás sí a una mala comprensión de este. Los relatos vocacionales están llenos de dudas, de inconsistencias y –quizás– de unas pocas certezas. Una de ellas es la certeza absoluta de haber sido llamado “antes de formarme en el vientre de mi madre” (Jer 1, 5), otra es de ser amado incondicionalmente y otra es de ser enviado, de tener una misión, un sentido de la vida.
Queremos amar y ser amados. Sin cortapisas y sin condicionantes. Ojalá tengamos la suerte de sentirnos amados, por Dios y por algunas personas y de poder dar y reflejar un poco del amor recibido. Nuestra opción por el celibato no implica renuncia a amar “por no complicarme la vida”.
Recuerdo las palabras de Guillermo de Barkerville, el inolvidable personaje de El nombre de la rosa que, en la película, dice “¡qué pacífica sería la vida sin el amor! Qué segura. Qué tranquila… ¡y qué insulsa!”. Ciertamente, el amor –y el celibato– hiere, complica y plenifica.