Una de las razones que aducen algunos para negar la fe en Dios es que todos los monoteísmos son intrínsecamente violentos.
Recordemos el salmo: “Capital de Babilonia, criminal, ¡quién pudiera agarrar tus niños y estrellarlos contras las piedras”. No es una frase única. Parece claro que quien reacciona así pierde casi toda la razón que pudiera tener al verse injustamente mal tratado.
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El problema no es nuevo: en los orígenes del cristianismo, hubo ya un tal Marción (h. 85) que, escandalizado por las violencias de algunos de esos textos, excluía del cristianismo todo el Primer Testamento bíblico, porque daba testimonio de un dios que no es el Dios revelado en Jesucristo.
El tema ha sido bastante estudiado: la revelación de Dios es una revelación pedagógica, que va acomodándose a las posibilidades de cada momento histórico. Hace unos tres mil años, la guerra era la profesión más prestigiada, casi inevitable tras la aparición de los sucesivos imperios, desde que la caída humana hizo casi imposible la convivencia ya al inicio de la historia, como enseña el mito de Caín y Abel.
El Nuevo Testamento indica que la venida de Jesús tuvo lugar con “la plenitud de los tiempos” (Gál 4, 4), frase de la que no hacemos caso porque tenemos una visión de la Biblia estática y no dinámica, como si todas sus enseñanzas (por estar divinamente “inspiradas”) tuvieran el mismo valor. Además, si el Dios cristiano “es Amor” (1 Jn 4, 20), el amor es necesariamente relacional y el monoteísmo cristiano implica esa “pluralidad de personas” que llamamos Trinidad.
Pero el interés por resolver la dificultad hizo olvidar otro principio muy serio: incorporar la parte de verdad que pueda contener el ataque y que, en este caso, me parece importante: la violencia intrínseca no brota de las sílabas “teísmo”, sino de “mono”. O sea, todo lo que podríamos llamar “monocosmovisión” o divinización de una manera de ver el mundo, toda cosmovisión que se tenga por única y absoluta, es intrínsecamente violenta. Hay, pues, también una especie de “monoteísmo ateo”.
División del mundo
De ello tenemos un ejemplo espléndido en la gran división del mundo occidental entre “democracia” y “comunismo”, o entre EE.UU. y la URSS. Ambos son intrínsecamente violentos. Y eso no es cosa de hace tres mil años, sino de nuestra “civilización” moderna.
Lo de la URSS lo tenemos claro: su cosmovisión excluyente comunista dio lugar a la negación de la libertad personal, a los campos de trabajo… y a la reciente y estremecedora crónica de Svetlana Aleksiévich, en ese libro de lectura tan dolorosa como obligada que es El fin del ‘Homo sovieticus’.
Pero la monocosmovisión democrática de EE.UU. engendró también, no solo un olvido de la justicia al lado de la libertad, sino violencias criminales como las cometidas en Guatemala (1954), Chile (1973), Irak, Libia, en la Escuela de las Américas (donde gendarmes latinoamericanos eran enseñados a torturar); y hasta la misma práctica de esa tortura, trasladándola a otro país con bases norteamericanas para eludir problemas legales. Y hay que sumar la licitud de la posesión de armas que –en nombre de un legítimo derecho a la defensa– provoca cada año matanzas indiscriminadas, a menudo de niños, junto con el dato de que gran parte de su prosperidad está basada en la fabricación y tráfico de armas; y crímenes de guerra sorteados mediante el recurso de que EE.UU. no reconozca el Tribunal Penal Internacional. Como si ese reconocimiento obligara tan solo a los “paganos” en democracia y no al verdadero “pueblo elegido” por y para la Democracia.
Dos conclusiones:
- Es intrínsecamente violenta toda absolutización parcial de la propia cosmovisión (“monoteísmo sin Dios”).
- La libertad sin justicia es tan inhumana y tan perversa como la justicia sin libertad.
Y si las cosas son así, quizá los que arguyen que todo monoteísmo es intrínsecamente violento podrían pensar más en aquello de ver la astilla en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio… Surge aquí la sospecha sartriana de que somos “una pasión inútil”. Y a ella no podemos responder que somos una gran pasión realizada, sino buscando si en algún lugar se nos anuncia que somos “una pasión esperanzada”.