Cuentan que fue lo último en salir de sus labios antes de cruzar el umbral: “Nunca podremos amar lo suficiente”. Corría el verano de 1910 y el viejo abate Henri Huvelin moría en París con fama de confesor excepcional. Pudo haberse dedicado a menesteres de mayor prestigio, pero eligió gastar la vida en un rincón de la iglesia de San Agustín. Las crónicas hablan de un confesionario siempre iluminado, largas colas en la sacristía y el recibidor del número 6 de la calle Laborde (su propio hogar) colmado de personas esperando su turno. Reclamaban ser escuchadas y recibir un pequeño impulso para el camino. Y sabían que en el padre Huvelin lo terminaban encontrando.
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Aunque lo frecuentaron otros espíritus ilustres, la historia recuerda a este cura (uno de tantos) por su relación con Charles de Foucauld. A instancias de su prima Marie de Bondy, Foucauld se decidió a visitarlo “uno de los últimos días de octubre (de 1886), creo que entre el 27 y el 30”, según él mismo refiere. El hombre que entró aquella mañana en San Agustín no llegaba a los treinta, era aún vizconde y militar, y regresaba de un lustro agitado entre Argelia y Marruecos. El desencanto y la disipación que regían su voluntad empezaban a ceder ante a una inquietud existencial cada vez más lúcida. Pero para entonces Charles arrastraba doce años de aguda desolación. Más tarde, echando la vista atrás, reconocería a un amigo: “Creo que nunca he pasado por un estado de ánimo tan lamentable. Viví como se puede vivir cuando se apaga la última chispa de fe”.
La súplica de Foucauld
Una vez en el templo, pasó largo rato en soledad, repitiendo esa súplica que le rondaba los últimos meses: “Dios mío, si existes, déjame conocerte”. Después se alzó y trató de entablar conversación con el abate Henri, dejando claro que no albergaba mayores pretensiones porque no tenía fe. El sacerdote le instó a descargar su alma en confesión. Quizá desconcertado, Charles obedeció. Parecía que aquel hombre no estaba dispuesto a perderse en un intercambio de palabras desapasionadas: había advertido ya la inmensidad de su sed y deseaba escuchar cuán ancho era el arenal que venía atravesando. Con la mera invitación del padre Huvelin, sobrevino la ansiada conversión. Al abandonar la iglesia, Foucauld llevaba consigo una fuente viva para todos los desiertos que estaban por venir. Y un amigo que nunca lo dejaría de su mano.
A pesar de lo distante del tiempo y las circunstancias, podemos imaginar el impacto que este encuentro hubo de producir en ambos. Se convirtió en un momento extraordinario que, sin embargo, no lo era tanto. Se trataba solo de una mañana entre las miles que el abate pasó escuchando e instruyendo a quienes se le acercaban. Un día y otro. Y después otro más. El oído perpetuo, la palabra pronta. Una voz al otro lado que suena familiar, un rostro ignorado. Siempre una pena nueva, una paz pendiente. Y así cada hora hasta que llegó la de su muerte. Entonces, aquel confesor que no había hecho otra cosa (en todo y con todos) se despide con un suspiro inesperado: “Nunca podremos amar lo suficiente”.
Más allá del confesionario
La paradoja que estas palabras representan en relación con el periplo vital de quien las pronuncia no nos resulta ajena. Durante siglos, el ministerio de la escucha, mejor o peor ejercido, se concentró simbólicamente en la figura del sacerdote y en la vía sacramental, aunque basta afinar un poco el juicio histórico para descubrir creyentes de toda condición volcados en este servicio más allá del confesionario. Desde luego, en parroquias, monasterios y conventos, pero también en la vida cotidiana y familiar.
Así lo demuestra la delicada compañía que Marie brindó ininterrumpidamente a su primo Foucauld desde la vocación laical. Bien mirado, cualquiera de los dos, Henri y Marie, podría haber sido en la actualidad voluntario en uno de los numerosos centros de escucha que configuran un nuevo campo abierto a todos para el apostolado del oído. En ellos se constata que aquello que el abate Huvelin y muchos otros llevaron a cabo con su propia entrega (esa escucha paciente, exigente, incondicional e inspiradora) se ha transformado en un leitmotiv del sentir eclesial de nuestro tiempo.
Urgida a la escucha
Habrá pocas épocas en que la Iglesia haya sido tan explícita y sistemáticamente urgida a la escucha. Quienes revisiten nuestros documentos y nuestro quehacer dentro de unas décadas, se percatarán enseguida de la insistencia en salir al encuentro y recibir al que llega, el apremio por abrirse al mundo y acoger sus reclamos, el afán de acompañar a todos sin excepción. Va implícito en ello un amplio sentido de la escucha como actitud cardinal para nuestra vida y misión. Una actitud en la que, al menos a priori, hemos decidido echar el resto de nuestro esmero.
Puede sorprender tanto empeño, tanta literatura y tantas apelaciones al respecto. Para algunos será el signo inequívoco de un déficit más o menos estructural (“la Iglesia ‘no sabe’ escuchar”); para otros, un imperativo misionero ante una realidad cada vez más crítica (“a Iglesia ‘debe’ escuchar”); y habrá quien vea en ello una prueba de buena disposición hacia los sedientos de nuestro tiempo (“la Iglesia ‘quiere’ escuchar”). Sea como fuere, lo errado sería ignorar que en el tímpano del cristiano vibran las entrañas de su fe. Somos por vocación hijos del ‘shemá’, servidores de un Dios a quien comenzamos a oír paseándose por el jardín a la hora de la brisa (cf. Gn 3,8) y terminamos de escuchar cuando el Espíritu y la Esposa gritan “¡ven!” (cf. Ap 22,17). En nombre de Cristo, que nos abre el oído y desata nuestra lengua (cf. Mc 7,31-37), lo escuchamos y nos escuchamos, para pronunciar después en cada herida una palabra de aliento (cf. Is 50,4).
La intrahistoria eclesial
Lo hacemos hoy y lo hemos hecho siempre: por ese cauce oculto discurre la intrahistoria de una Iglesia que vive más de lo escondido que de lo visible. Solo en algunos casos, como el del padre Huvelin, esas aguas subterráneas emergen por un instante, revelando su fuerza de eternidad. Con todo (he aquí la paradoja), nada nos libra al final del suspiro del abate. Por más que en lo secreto de nuestra entrega cultivemos una escucha solícita y denodada, a la que siga una palabra cordial y verdadera, nunca habremos amado lo bastante.
En realidad, no tiene por qué haber en esto resignación o desaliento, pues la indigencia de ese lamento postrero porta en sí el don de la samaritana (por el Dios inmenso que nos escucha más allá de toda medida) y el ardor del samaritano (por el corazón fraterno que desearía llegar a todos los afligidos). Nunca es suficiente. Y es bueno que no lo sea.