MARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid
Siempre me ha inquietado que, en pleno siglo XXI, siga existiendo algo tan brutal y primitivo como las guerras. Que en épocas remotas de la historia sucediera eso, puede ser comprensible por un menor grado de civilización, de desarrollo de la inteligencia o por ignorancia; pero, a estas alturas, en nuestra época actual, me parece literalmente incompresible.
Pensaba en ello el pasado 27 de diciembre, cuando el primer ministro japonés Abe y el todavía presidente Obama hicieron una “visita histórica” a Pearl Harbor, ofreciendo sus condolencias a los miles de americanos que murieron en el ataque japonés, hace 75 años. Unos meses antes, Obama había ido a Hiroshima, con la finalidad de homenajear a los japoneses muertos por la atroz bomba atómica lanzada por los americanos. Ninguno de los dos pidió perdón, lo que no deja de ser significativo. Ambos se ratificaron en la alianza entre los dos pueblos y aseguraron que nunca deberían repetirse los horrores de la guerra.
La historia se repite. El mismo deseo había sido afirmado al final de la II Guerra Mundial. El preámbulo de la Carta de Naciones Unidas comenzaba así: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles…”. ¿Han servido de algo estas declaraciones? Evidentemente, no.
Si hacemos un breve recuento de las guerras actuales, tenemos la de Afganistán, con más de dos millones de muertos en su haber; la guerra civil de Somalia, en la que han muerto más de medio millón de personas; la de Pakistán con la India, la guerra islamista en Nigeria, Camerún, Níger y Chad; la de la República Centroafricana; la guerra civil de Siria, una de las más conocidas por estar diariamente en los medios, que desde 2011 lleva ya cerca de medio millón de muertos, en su mayoría civiles; la de Irak; la de Sudán del Sur; la de Libia; la de Ucrania… La guerra contra el Estado Islámico en Irak, Siria, Líbano, Libia, Afganistán, Egipto, Nigeria, Yemen, Arabia Saudita… Eso sin contar lo que Naciones Unidas llama “conflictos menores”, porque no exceden de mil muertos al año, como el palestino-israelí (24.000 muertos desde 1948).
Es curioso que las religiones no hayan sido un freno a las guerras, sino que, por el contrario, hayan sido una de sus causas más recurrentes, únicamente superadas por los nacionalismos. En la historia se ha matado, y se mata, en nombre de las religiones. El Papa ha dicho que hay mas mártires ahora que en el inicio del cristianismo.
El admirable Hans Küng, que ha dicho que no habrá paz en el mundo si no la hay entre las religiones, afirma: “¿Por qué no ha de ser posible, partiendo de la humanidad común a todos los hombres, formular un criterio ecuménico fundamental, un verdadero criterio ético general apoyándonos en lo verdaderamente humano, es decir, en la dignidad del hombre? El criterio ético fundamental sería que el hombre no puede ser inhumano, puramente instintivo o animal”.
Quizá por eso, sí podemos constatar que es difícil encontrar un conflicto armado entre dos países con regímenes democráticos, porque la democracia se apoya en la dignidad de todas las personas. Lo contrario sería que somos la peor especie de animales y que –como el escorpión del cuento, que clava su aguijón en la rana, aunque eso le suponga su propia muerte– el hombre actúa así porque “está en su naturaleza”. Nos negamos a creer eso, aunque tantas veces lo parezca.
Publicado en el número 3.019 de Vida Nueva. Ver sumario
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