Días antes del discurso anual del presidente estadounidense a la nación, el 7 de febrero, la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB) envió una carta a los promotores de un proyecto legislativo que se pronunciaban en contra de un plan federal para garantizar, con dinero de contribuyentes estadounidenses, acceso al aborto para mujeres de bajos recursos. Eso abrió la puerta a una serie de rifirrafes, instigados por la pregunta de un reportero de un medio católico conservador, que puso en conflicto público al presidente católico, Joe Biden, con el arzobispo castrense, Timothy Broglio, presidente de la USCCB.
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Biden y Broglio representan los puntos de vista predominantes hoy de la Iglesia católica norteamericana. En un lado se encontrarían creyentes, como el arzobispo, que se enfocan rígidamente en marcar su oposición al aborto, priorizándolo sobre otros temas que ocupan un segundo lugar. “La Iglesia católica ha sido clara y coherente en esta enseñanza. Los obispos católicos de Estados Unidos estamos unidos en nuestro compromiso con la vida y seguiremos trabajando como un solo cuerpo en Cristo para que el aborto sea impensable”, expuso Broglio en una declaración dirigida a Biden el pasado 1 de febrero.
Otros católicos, alineados con la mirada del líder demócrata, manifiestan que no se sienten capaces de imponer sus creencias religiosas sobre el aborto por encima de una población de 332 millones de habitantes en un país con una pluralidad de creencias, religiosas y no religiosas.
Esos dos puntos de vista han causado una guerra visible entre el segundo presidente católico en la historia de la nación y algunos líderes del Episcopado, algo que comenzó mucho antes que Broglio ascendiera, en noviembre, a su liderazgo. Ya en la era Trump los obispos habían advertido a los políticos que, al respaldar de alguna manera las medidas en favor del aborto, se les negaría el sacramento de la comunión si se acercaban a comulgar. Entre los casos más notables está el de Nancy Pelosi, que acaba de dejar su más que reconocida labor como presidenta de la Cámara de Representantes y cuyo arzobispo de San Francisco publicó una carta en mayo de 2022 diciendo que, por su apoyo al aborto, no se le permitiría recibir la comunión en la región.
Quienes apoyan a Biden lamentan la doble vara de medir de los obispos en lo que a la defensa de la vida se refiere. Y echan mano de un republicano católico como William Barr, fiscal federal bajo el mandato de Trump. Ni de cerca le llegaron a amenazar con negarle la comunión cuando, en 2019, dio instrucciones para adoptar un nuevo protocolo de inyección letal y programar las primeras ejecuciones federales tras una interrupción de casi dos decenios. Y eso que la pena de muerte está en contra del magisterio de la Iglesia.
Tensiones internas
La situación no es menos tensa en el seno de la USCCB. Los obispos de la era Francisco, algunos creados por el propio Papa argentino, han visto cómo su intento de que no saliera adelante una manifestación pública para excomulgar a Biden se ha traducido en ser excluidos de puestos eclesiales de liderazgo. A los arzobispos Blase J. Cupich, de Chicago; Robert W. McElroy, de San Diego; y Joseph W. Tobin, de Newark, New Jersey, tres purpurados considerados como cercanos a Jorge Mario Bergoglio, se les dio la espalda en las diferentes elecciones a cargos internos durante el transcurso de la Asamblea Plenaria de noviembre. Por el contrario, aquellas otras voces episcopales que sonaron con más fuerza en la lucha contra del aborto ascendieron a los lugares más altos de la Conferencia Episcopal.
“Sufrimos una unidad dañada”, admitió el arzobispo Broglio en una declaración tras su elección como presidente. “Tenemos la responsabilidad de cultivar esa unidad, lo que no significa que seamos copias al carbón unos de otros o que siempre tengamos los mismos enfoques ante un problema. Significa que, si no estamos de acuerdo, primero hablamos entre nosotros. No estamos obligados a imitar a la sociedad que nos rodea contribuyendo a las invectivas sobre los demás”, añadió en una manifestación pública en la que parecía tender puentes entre los propios báculos.
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