La declaración de ETA con la que ha preparado su retirada parte de un planteamiento política y moralmente inaceptable. Pide perdón “a las víctimas que no tenían participación directa en el conflicto”, pero no a las implicadas directamente en él. Es decir, lo que pretende es disimular su derrota con un evento solemne y retirarse con bellas palabras, pero sin deslegitimar ni la historia de ETA ni la causa por la que actuó. Me desconcierta que los obispos vascos hayan acogido tan favorablemente la declaración etarra sin percatarse de su juego perverso. Lo malo es que este planteamiento ha dominado en la sociedad vasca, sobre todo en el mundo nacionalista, y desde luego en la Iglesia vasca: “la violencia armada” (costó mucho usar la palabra terrorismo) tiene unas causas políticas y, mientras no las abordemos, estamos condenados a “un empate infinito”; estamos ante dos violencias prácticamente equiparables, y la paz exige negociar, pagar un precio para que desista la banda terrorista.
- A FONDO: ¿Una Iglesia complice de ETA?
Un gran adalid de este planteamiento fue don José María Setién, durante muchos años la gran referencia de la Iglesia vasca al tratar este tema, sobre el que multiplicaba sus intervenciones y defendía abiertamente la raíz política del “conflicto”, para cuya solución había que superar el marco estatutario y constitucional. A quienes pensábamos que este planteamiento era antidemocrático y, además, alimentaba la fiera, se nos tachaba de inmovilistas e intransigentes. Todavía en una fecha ya muy tardía, cuando las posturas eclesiales habían virado de forma más adecuada y las sedes episcopales de Bizkaia y Gipuzkoa habían sido renovadas, en mayo de 2002, nos encontramos con una pastoral conjunta de los obispos vascos, titulada ‘Preparar la paz’, en la que mostraban sus reparos ante la reforma de la Ley de Partidos, augurando “las consecuencias sombrías” y la agudización de “la división y confrontación cívica” que acarrearía. Se equivocaron de plano. La ley fue mano de santo y Herri Batasuna tuvo que civilizar sus posturas, porque la apología del terrorismo empezó a costar muy cara.
La Iglesia siempre ha condenado los atentados y no ha tenido complicidad alguna con ETA, pero ha jugado demasiado al equilibrismo; quizás algunos pensando en reservarse como interlocutores de la izquierda abertzale en futuras mediaciones, pero ha omitido con excesiva frecuencia o ha llegado muy tarde a lo que eran sus deberes primeros y específicos: la solidaridad, defensa y cercanía con las víctimas, a las que se ha abandonado y hasta ofendido (pienso en tantos funerales indignos); la movilización de una población que –para vergüenza nuestra lo digo– muy mayoritariamente no quería enterarse de lo que pasaba (amenazados, redes mafiosas, apología del terrorismo, gente que tenía que irse del País Vasco), unos por cierta connivencia política y otros muchos por miedo; y la denuncia clara y rotunda no solo de cada atentado, sino de la ideología fanática e idolátrica de ETA.
Esto último no es un tema menor, porque afecta a la entraña misma del mensaje evangélico. No bastaba denunciar las atrocidades; tampoco era suficiente poner de manifiesto el carácter totalitario y fanático de ETA, con ser un paso adelante. Habría que haber denunciado su ideología idolátrica en sentido estricto, porque se erigía la patria vasca en un absoluto, al que se entregaba la propia vida y con mucha más facilidad se le sacrificaba a quienes se consideraba sus enemigos. El abertzalismo radical ha funcionado como una religión de sustitución. No es ninguna casualidad que los pueblos y comarcas en un tiempo bastiones de un acendrado catolicismo y fecundas canteras de vocaciones, hayan sido los lugares que han producido más etarras y estén hoy día devastadas desde el punto de vista religioso.
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