GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
““La ética no se tiene, sino que se es”, no es un mero producto humano o social, sino una atmósfera en la que se está inmerso, se respira y se vive…”.
“Todas las opiniones religiosas difieren porque vienen de los hombres; la moralidad es la misma en todas partes porque viene de Dios”. No era un teólogo quien hizo esta afirmación. De hecho, era una persona que detestaba a los teólogos: se trata de una afirmación del Diccionario filosófico de Voltaire.
De él partimos para evocar, de modo esquemático, una cuestión gigantesca que en la historia ha suscitado infinitas reflexiones. Se trata de la propia fisionomía de la ética, una categoría amasada con la existencia humana y acuñada por primera vez a nivel terminológico por Aristóteles.
Para volver a la frase de Voltaire, podríamos, para comenzar, tomar su primera revelación: para muchos pensadores, no solo las opiniones religiosas difieren, incluso la misma ética se pierde en mil declinaciones diversas.
Otro filósofo griego del siglo anterior al de Aristóteles, Protágoras, había proclamado la convicción de que “el hombre es la medida de todas las cosas”. En la práctica, es al mismo tiempo el jugador y el árbitro en el partido de la vida: no hay una verdad absoluta que nos preceda, sino que son el individuo y el grupo quienes la determinan. Es lo que podríamos clasificar, usando un término querido por Benedicto XVI, como “relativismo”.
Los resultados de esta concepción son comprensibles: por un lado, se exalta el primado del individuo, libre de todo vínculo trascendente. Por otro lado, se cae en una deriva peligrosa que genera prevaricaciones sociales y auténticos monstruos espirituales, científicos e históricos. Es este el camino que no pocas veces emprende una técnica que se interroga solo sobre lo posible y nunca sobre lo lícito. Adorno veía simbólicamente en esta ética débil el tránsito progresivo de la honda a la bomba atómica, aun con la intención positiva de favorecer el progreso.
“El progreso es la superación de todas las dependencias, es progreso hacia la libertad perfecta”, por citar una expresión de la encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI. En realidad, puede revelarse una pesadilla porque, “si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo”.
En este punto emerge la otra parte de la frase de Voltaire sobre la moralidad trascendente que “viene de Dios”, o sea, que antecede y excede al hombre. Esta es la visión judeocristiana, límpidamente ilustrada por el símbolo del árbol del conocimiento del bien y del mal. El hombre está bajo su sombra y, con su libertad, puede arrancar ese fruto, decidiendo él lo que está bien y lo que está mal; pero puede también acogerlo como realidad que lo precede, innata en la misma realidad de la naturaleza humana.
La moralidad trascendente que “viene de Dios”,
o sea, que antecede y excede al hombre,
es la visión judeocristiana, límpidamente ilustrada por
el símbolo del árbol del conocimiento del bien y del mal.
En la declinación concreta de la moral, por tanto, hay ciertamente márgenes de actualización, pero el núcleo duro y constitutivo ya viene dado, precede y trasciende a la persona y define el perímetro fundamental de la ética y, por tanto, de la licitud de la acción. El hombre tiene amplios horizontes libres en los que ejercer su autonomía, ya sea en la política, en la ciencia o en el pensamiento. No obstante, tiene dentro de él una lámpara que ilumina también los límites de su acción y orienta los recorridos capitales que, por ejemplo, impiden la violación de la dignidad de la persona, de la vida, de la verdad y de la justicia.
La ética filosófica y teológica tiene la tarea de estudiar e ilustrar ese gran trazado ético que hay en el corazón de las religiones, pero también de la humanidad, y que para los creyentes tiene como fuente y referencia a Dios. Para otros, “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”, por usar la célebre frase que sella la Crítica de la razón práctica de Kant.
Parafraseando un aforismo de los Mínima moralia de Adorno, se podría decir que “la ética no se tiene, sino que se es”, no es un mero producto humano o social, sino una atmósfera en la que se está inmerso, se respira y se vive.
En el nº 2.855 de Vida Nueva.