GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Quien las lee no puede dejarlas hasta el final; tampoco puede salir indemne…”
Hay que saber aceptar las propias pausas”. Para Etty (Ester) Hillesum, las “pausas”, los descansos, los espacios vacíos de silencio, son la parte “menor” de la vida, respecto a la totalidad “mayor” de los acontecimientos y de las ideas importantes, pero ambos constituyen el contrapunto armónico de la existencia. La frase antes citada es la última de los diarios que hicieron célebre a esta joven judía, nacida en 1914; lleva la fecha de la “mañana temprano” del 13 de octubre de 1942. Son once cuadernos –aunque el séptimo se perdió–, a los que se une el epistolario. La primera anotación es del 8 de marzo de 1941 y se dirige a su mentor y amigo Julius Spier, de profesión “psicoquirólogo” (sic).
No es posible dar cuenta del extraordinario arcoíris temático y espiritual de esas páginas: quien las lee no puede dejarlas hasta el final; tampoco puede salir indemne. La única nota que queremos señalar tiene que ver con el arco cromático de los diarios, espejo de una evolución existencial. Etty parte del gélido violeta de los intereses externos de una muchacha de Amsterdam no practicante, deseosa solo de vivir, amante de Rilke, Dostoievski y Jung, no exenta de relaciones sentimentales. Bien pronto se encenderá en ella una chispa que le incendiará el alma haciéndola ascender hacia el misterio y el encuentro íntimo y supremo con Dios.
Las palabras se vuelven entonces incandescentes y revelan un extraordinario clima místico, que se alimenta tanto de una inteligencia temblorosa y altísima como de la tragedia de la destrucción que el nazismo está llevando a cabo con los judíos (“nuestra destrucción se acerca furtivamente por todos lados y pronto se cerrará el círculo a nuestro alrededor”). Confiesa: “En el fondo, las únicas cartas de amor que se deben escribir son las que se escriben a Dios”. Y prosigue: “Hay que ser capaz de vivir sin libros y sin nada. Siempre habrá un trozo de cielo al que poder mirar y suficiente espacio dentro de mí para unir las manos en una oración”.
Si se comienza el camino de las citas de sus cuadernos, no se abandona nunca. Por eso nos detenemos aquí con una última evocación que podría servir de sello ideal: “Mi vida se ha convertido en un diálogo ininterrumpido contigo, Dios mío, un único y gran diálogo. A veces, cuando estoy en una esquinita del campo, con los pies plantados sobre tu tierra y mis ojos dirigidos hacia tu cielo, mi rostro se inunda de lágrimas que gotean de una emoción profunda y de gratitud. También por la noche, cuando, acostada en mi cama, me recojo en ti, Dios mío, lágrimas de gratitud inundan el rostro: es esta mi oración”. Toda la familia Hillesum fue deportada a Auschwitz en septiembre de 1943. Los padres fueron eliminados de inmediato en las cámaras de gas, mientras que Etty, según la Cruz Roja, murió el 30 de noviembre. Tenía 29 años.
Querría colocar junto a ella a otra figura femenina mística fascinante: Teresa de Lisieux, muerta con solo 24 años en 1897, canonizada en 1925 por Pío XI y declarada por sorpresa Doctora de la Iglesia por Juan Pablo II en 1997, cien años después de su muerte. Esta joven, entrada con 15 años en el Carmelo, elaborará su extraordinaria Historia de un Alma, de redacción turbulenta pero fulminante por su mensaje. Esta “florecilla” eligió el camino de la infancia evangélica (que no es infantilismo) para ascender hasta los senderos de altura donde se descubre que Dios “no necesita de nuestras obras, sino solo de nuestro amor”. Con este camino conquistará a muchos de sus lectores. Incluso un personaje bastante rudo como Pío XI quedó conmovido hasta el punto de considerarla la “estrella de su pontificado”, aunque le negó, por ser mujer, el título de “Doctor” que uno de sus sucesores le otorgará con convicción, como se dijo antes.
En el nº 2.920 de Vida Nueva.
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