Tribuna

Experiencia de Cristo

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Estas líneas tendrán un abierto tinte testimonial, de hecho, se trata de un testimonio que, procuraré si Dios me lo permite, transitar sin los atajos que brindan autores o libros leídos. Tampoco buscan probar, ni demostrar nada. Mucho menos pretender convencer a nadie de algo.



Por supuesto, tampoco buscan aspirar a cierto reconocimiento teológico. Buscan solo, tan solo, expresar con palabras una experiencia que supera toda palabra. Una experiencia que solo puede ser explicada desde el silencio, pues no, realmente no explican nada, sino que, más bien, invitan a vivir.

Este testimonio comenzó una mañana siendo estudiante del Colegio Javier, aquí en mi ciudad. Estaba en 3er año de Bachillerato que, en ese momento, era lo más alto que se podía cursar en el colegio, ya que no contaba con 4to, ni 5to año. Parte de ese último año era vivir la experiencia de un retiro espiritual de tres días. El padre que nos ayudaba a meditar y orar, habló sobre Jesucristo como nadie me había hablado hasta ese momento. Ese día una pregunta me asaltó el corazón: ¿existió realmente alguien así?

Jesucristo

Comenzó el viaje

Mi primera experiencia íntima con Cristo se produjo una Semana Santa. Estaba en casa viendo Jesús de Nazaret, la extraordinaria serie de Franco Zeffirelli. Estaba con mi mamá y ya corrían los últimos momentos de la serie. Jesús estaba siendo crucificado. Justo en el momento en que era elevado a la cruz, ese dolor que se reflejaba en el rostro de Robert Powell me invadió. Esa escena ya la había visto antes, pero en esa oportunidad me sobrecogió hasta las lágrimas. Allí, en ese momento, comprendí la magnitud de aquella escena y cuanta relación tenía conmigo. La experimenté como si estuviera allí, a los pies de la cruz.

Sentí el calor del sol y la caricia incómoda de la arena sedienta de agua chocándome en la cara. Sentí vivamente el peso de lo que ocurría y la impotencia de ver cómo estos hombres no sabían lo que hacían. Ante mí, todo confundido y mareado, veía cómo se retorcía el amor en la madera. Un amor que se preguntaba por qué lo habían dejado solo y que yo, desde mi aturdimiento, intentaba gritar: estoy aquí. Lo intenté una y otra vez, pero no lograban salir esas dos palabras. Todo seguía su curso, mientras yo intentaba decir: estoy aquí. ¿Lo estaba realmente? Esa imagen de Jesús siendo elevado a la cruz, no me la he podido arrancar de la memoria. Ese instante significa mucho para mí.

Leyendo Dilexit Nos

El 24 de octubre pasado, el Papa Francisco nos brindó la Carta Encíclica Dilexit Nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesús. Una carta escrita para mí. Nunca había sentido tan cercana a la Iglesia como la sentí mientras leía estas líneas. Una cercanía que me iluminó la posibilidad de vivir a Cristo como no lo había hecho antes. Nadie me había hecho reparar en su mirada amorosa, en su escucha atenta, en su voz serena, en su capacidad para oler mi dolor y sufrimiento, y en la ternura de su caricia. Nuevamente la escena de la película me asaltó para decirme que todo fue por mí, pero no solo por mis pecados, sino para que aprendiera a ver ese rostro subiendo a la cruz en el rostro del que sufre, aunque ese rostro pudiera ser el mío.

Sentí cómo ardía mi corazón. Un ardor que buscaba entre los resquicios de la historia, apartando figuras, libros, momentos, instantes que le definían el rostro a la humanidad. Un ardor que insistía en llegar frente a Él y no decir nada. Solo abrazarlo. Escuchar su corazón con mis oídos. Escuchar su voz, no para atender sus palabras, sino para perderme en su cadencia, en su sonido, en su musicalidad amorosa. Oler sus cabellos y el polvo de sus pies. Contemplar su mirada que ya me conoce desde siempre y poderle preguntar: Señor, ¿por qué no sé amarte? ¿Por qué mis miedos no me dejan reconocerte en los demás?¿Por qué mis miedos…?


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela