GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Existe un delicado equilibrio que excluye una concepción meramente intimista de la fe, coja porque el hombre es por naturaleza alma y cuerpo, interioridad y comunicación…”.
Lo que digáis en la oscuridad será oído a plena luz, y lo que digáis al oído en las recámaras se pregonará desde la azotea” (Lc 12, 3). Este loghion de Jesús entrelaza dos situaciones antitéticas: existe la comunicación secreta e iniciática, destinada al horizonte restringido de los creyentes, pero también el anuncio hacia afuera, para lanzar desde los dómata, las azoteas de las casas de los palestinos.
En el mensaje cristiano fundacional, el Evangelio, se descubre a primera vista un contrapunto que en la historia, en ocasiones, se ha simplificado como una voluntad de concordia artificiosa y, otras veces, se reducía a una contraposición exasperada. Por un lado, Cristo invita a sus discípulos a tener una presencia explícita en la historia, un testimonio visible y hasta provocador. Límpidas son las imágenes y las palabras presentes en el Sermón de la Montaña, considerado la Carta Magna del cristianismo: “Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 14-16). Se propone, por tanto, una visibilidad pública, pues hasta el mismo Jesús les da a sus seguidores una tarea misionera: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19).
Por otro lado, el Evangelio cita palabras de Cristo en las que se nota la conciencia de la diversidad radical del evento religioso: “Mi reino no es de este mundo –le dice Jesús a Pilatos–. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí” (Jn 18, 36). Elige para representar este “reino” un símbolo casi invisible, como el grano de mostaza, “la más pequeña de todas las semillas”, y no duda en condenar toda ostentación teocrática: “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres… Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto” (Mt 6, 5-6). Con desdén se opone a la hipocresía de una publicidad religiosa grandilocuente. Aunque sugería la visibilidad del testimonio (“para que vean vuestras buenas obras”), critica con aspereza la visibilidad autopromocional y espectacular: escribas y fariseos “todo lo que hacen es para que los vea la gente” (Mt 23, 5).
En síntesis, si queremos acercar los dos perfiles delineados, podemos resumirlos en un díptico simbólico: por un lado, se podría proponer el solemne ingreso público de Jesús en Jerusalén entre la aclamación y las hojas de palma y de olivo agitadas por la gente; y por otro lado, la reacción frente a la tentación teocrática: “La gente, entonces, al ver el signo que había hecho –la multiplicación de los panes–, decía: ‘Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo’. Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo” (Jn 6, 14-15). Existe un delicado equilibrio que excluye una concepción meramente intimista de la fe, coja porque el hombre es por naturaleza alma y cuerpo, interioridad y comunicación, privacidad y socialidad, pero también una concepción tendencialmente política que confunde de forma integral la sacralidad y la secularidad. Es arduo seguir la línea divisoria para mantener este equilibrio, como nos enseña la historia del cristianismo, pero resulta decisivo para la fidelidad que está en el mismo corazón del anuncio cristiano, que es Logos y sarx, por usar la célebre declaración del prólogo de Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14). En la visión cristiana, trascendencia e historia, absoluto y contingencia, infinito y finito, eterno y temporal, no se excluyen, se entrelazan.
En el nº 2.889 de Vida Nueva