Tribuna

¿Fe en las recámaras o desde las azoteas? (y II)

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“El cristianismo genuino ha desempeñado, a menudo de modo consciente y coherente, una función pública decisiva como fermento de la sociedad…”

Nuestra atención se fijará ahora en la visibilidad, intentando justificar su necesidad y valor, aun siendo conscientes de que siempre acecha el riesgo de la prevaricación sacra. Obviamente, está en primera fila la tentación secularista de conculcar la libre expresión de la fe, una realidad, como decíamos en el artículo anterior, antropológica y, por tanto, de naturaleza pública. Para usar categorías teológicas, lo sacro auténtico no se opone ni quiere eludir lo profano, sino que lo llama al diálogo. “Sacro” y “laico” no son antitéticos, aun siendo radicalmente diferentes. El sacralismo sueña con consagrar hasta lo profano, al considerarlo negativo en sí, cancelando su identidad, así como el secularismo programa una sistemática eliminación de todo signo religioso como presencia ilegítima e indigna. Sacralismo y laicismo se encuentran en un contraste absoluto, aunque sean especulares.

RAVASI

En la línea de un correcto nexo entre “sacro” y “laico”, el cristianismo genuino ha desempeñado, a menudo de modo consciente y coherente, una función pública decisiva como fermento de la sociedad. No hay más que pensar en la fuerza rompedora que tuvo la antropología cristiana al acelerar una visión de igualdad y fraternidad en la sociedad de los primeros siglos, tan marcada por las divisiones entre personas libres y esclavas, hombres y mujeres. Es célebre la afirmación paulina, repetida además dos veces: “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28; Col 3, 11). Aun así, el Apóstol no ofrece un proyecto político alternativo, sino que se coloca dentro del sistema imperial romano, como se indica en el famoso párrafo sobre la ética fiscal en la carta a los romanos (Rom 13, 1-7). Es iluminador el único pronunciamiento “político” de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12, 17).

El pronunciamiento, no obstante, no es neutro ni aislacionista para la fe, porque si la “imagen” del César sobre la moneda representa la política, reconociéndole una autonomía, la “imagen” de Dios según la Biblia (Gn 1, 27) está en el hombre, por lo que la moral tiene un peso decisivo en la tutela de la dignidad de la persona, colocando fronteras bien marcadas a la autonomía de la política y de la economía. Pero si quisiéramos poner otro ejemplo de la incidencia preciosa del cristianismo en el horizonte público, un capítulo inmenso sería el de la cultura. La Biblia ha sido durante siglos el “gran código” de la civilización occidental a nivel ético y artístico.

Chagall reconocía que, “durante siglos, los pintores han entintado sus pinceles en ese alfabeto con los colores de la esperanza que es la Biblia”. Por ello es necesario un conocimiento religioso para comprender no solo la iconografía, el simbolismo y el lenguaje, sino también la propia identidad histórico-cultural de Occidente. La ciudad europea tradicional ha tenido siempre en la catedral su centro, en torno al cual se organiza la estructura urbana. Es cierto que el crucifijo puede tener una génesis anterior, pero se ha convertido con su función simbólica en una realidad cultural universal. Escribía en 1988 en L’Unità Natalia Ginzburg, reaccionando a uno de los primeros intentos de retirar el crucifijo de los espacios públicos: “Ahí está, mudo y silencioso. Siempre ha estado ahí. Es el signo del dolor humano, de la soledad de la muerte. No conozco otros símbolos que expresen con tanta fuerza el sentido de nuestro destino. El crucifijo forma parte de la historia del mundo”.

Es curioso señalar que uno de los nudos capitales de la polémica anticristiana de los primeros siglos fue, precisamente, la idea de un Dios crucificado, considerada como indecorosa para una cultura que detestaba los cuerpos muertos. No obstante, entró en el lenguaje y en el imaginario, simplificando su valor teológico y convirtiéndose en un símbolo vivo y universal de dolor. El riesgo de una eliminación de los símbolos cristianos del espacio público no es solo un acto de falta de memoria histórica, sino también un vaciado socio-cultural.

En el nº 2.892 de Vida Nueva

 

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