FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Los cristianos debemos proclamar que nuestra doctrina es solución para los problemas del hombre, no un refugio de clausura…”.
Algunos libros que analizan la actualidad pavorosa de nuestra crisis económica vuelven a sacar del polvo de los desvanes ciertas teorías sobre la superioridad del protestantismo y la insolvencia de la moral católica para construir un mundo eficiente, capaz de proporcionar desarrollo y bienestar.
Las ya centenarias reflexiones de Weber se exhiben para hacer del catolicismo el lamentable lastre que condenó al sur de Europa a unas condiciones de atraso que hoy se expresan en indolencia productiva, falta de destreza financiera, supersticiosa confianza en la fortuna e indeseable pereza ante el trabajo. Sin rubor intelectual alguno, este nuevo frente del anticlericalismo español olvida el trato despiadado que los historiadores rigurosos han dado a una tesis brillante y frágil, al constatar que algunas de las zonas más desarrolladas de la Europa moderna eran y son católicas.
Quizá convendría empezar ya a dar respuesta a tan graves acusaciones, porque son falsas y forman parte de una amplia ofensiva política y cultural contra el catolicismo en España. Conviene, por lo menos, recordar que el protestantismo no creó una mentalidad activa, productiva, laboriosa, frente a la indolencia del catolicismo. Lo que forjó la doctrina luterana fue el individualismo de quienes, entregados a la hipertrofia de la fe, parecían estar menos disponibles para la esperanza y nada inclinados a la caridad. No es cierto que el protestantismo fomentara el trabajo y el catolicismo diera rienda suelta a la pereza. La diferencia se encuentra en otro lugar: la Reforma era hija y fue madre de un individualismo feroz. El catolicismo continuó siendo hijo y progenitor del humanismo.
En la respuesta a ese esfuerzo constante por desprestigiar nuestra fe, que en su delirio llega ahora a considerarnos incluso responsables últimos de la crisis económica española, alcemos nuestra voz, ofrezcamos argumentos, presentemos una abrumadora documentación que desmienta tales injurias. Pero empecemos por recuperar la confianza en nosotros mismos.
Empecemos a ser serenos, pero firmes defensores de una tradición. Empecemos a manifestar que nuestra alegría no es solo la posesión de la fe, sino nuestro compromiso con una promesa realizada hace ya dos mil años: que quienes tienen hambre y sed de justicia habrán de ser saciados. Los católicos hemos de renovar un compromiso radical, exigido en los momentos fundacionales del cristianismo: somos los portadores de un mensaje de redención y, por consiguiente, seguimos siendo los que proporcionamos al ser humano la esperanza de una existencia vivida con la dignidad que corresponde a la condición del hombre proclamada por Jesús.
El gozo de nuestra esperanza tiene que convertirse en exigencia de felicidad para todos los hombres. Nuestra convicción de vida eterna nos lleva no solo a la alegría, sino también a la obligación de extinguir el sufrimiento, haciendo que el mensaje cristiano tenga actualidad como criterio de un orden justo, como reprobación de los abusos de la autoridad y defensa de los derechos de todos y, en especial, de los más desfavorecidos. Con humildad, pero sin complejos, los cristianos debemos proclamar que nuestra doctrina es solución para los problemas del hombre, no un refugio de clausura para olvidarlos o sublimarlos en la solitaria deleitación de un alma inmóvil.
“Más alegres tendrían que parecerme los discípulos de ese redentor”, escribió Nietzsche refiriéndose a los cristianos. En la crisis más grave padecida en los últimos setenta años, los católicos elegimos la fe porque somos libres para hacerlo. Proclamamos la esperanza porque abrimos nuestro corazón a Dios mediante un acto de voluntad. Y vivimos nuestra fe y nuestra esperanza en relación con los hombres porque hemos elegido también la caridad.
Fieles a nuestros orígenes, convencidos de la actualidad de las palabras fundacionales del cristianismo, nunca toleraremos el escándalo de la miseria, el agravio de la marginación o la fractura de la dignidad del hombre. “Dios ama al que se da con alegría”, escribió san Pablo, animándonos también ahora a combatir desde nuestra creencia el desorden de nuestra civilización.
En el nº 2.894 de Vida NUeva
DEL MISMO AUTOR:
- LA ÚLTIMA: Vendrá la vida y tendrá tus ojos
- LA ÚLTIMA: Miércoles de Ceniza
- LA ÚLTIMA: La vida entera
- LA ÚLTIMA: Vivir a tiempo