FRANCESC TORRALBA | Filósofo
“Cuando uno sale de sí mismo para llegar al otro, emprende un viaje que no controla, explora terrenos de riesgo, asume la posibilidad de equivocarse y de fracasar…”.
No se trata de llegar a apresuradas conclusiones, pero existen profundas afinidades entre el personalismo comunitarista de Emmanuel Mounier (1905-1950) y el magisterio social del papa Francisco.
La defensa de la cultura del encuentro es una constante en los textos de Jorge Mario Bergoglio. Subraya la necesidad de establecer puentes para resolver los conflictos que atenazan a la humanidad. El encuentro, sin embargo, no es solamente un ejercicio diplomático, configura la personalidad más íntima de cada ser humano.
Somos y crecemos gracias al encuentro. El encuentro con el otro nos configura, nos da qué pensar, nos obliga a hospedar su visión del mundo y a contemplar su postura con la máxima dignidad. El encuentro, cuando se articula desde el corazón, abre nuevas posibilidades y convierte al otro extraño en un tú próximo, en un interlocutor válido, en alguien de quien puedo aprender.
Esta cultura del encuentro tiene su máxima expresión en el diálogo. El papa Francisco desarrolla su noción de diálogo y las condiciones de posibilidad del mismo en Evangelii gaudium y exhorta a practicarlo en distintos frentes: el diálogo entre fe y razón, que fue objeto de estudio en Fides et ratio, de Juan Pablo II y, particularmente, en el magisterio del papa emérito, Benedicto XVI; el diálogo ecuménico, el diálogo religioso; sin olvidar la relevancia que tiene el diálogo con los no creyentes. Emmanuel Mounier, antes del Concilio Vaticano II y de Ecclesiam suam, se refiere a las condiciones del diálogo en un bello texto de sus obras completas. Considera que este requiere la salida de sí, la capacidad de recepción, la asunción de la idea del otro, así como la comprensión.
Me parece fundamental subrayar un dato que también está muy presente en la letra y el espíritu de los textos de Jorge Mario Bergoglio: la salida de sí. No hay diálogo sin movimiento extático. Cuando uno sale de sí mismo para llegar al otro, no deja de ser lo que es, pero emprende un viaje que no controla, explora terrenos de riesgo, asume la posibilidad de equivocarse y de fracasar.
Desde la cerrazón no es posible el diálogo. Esta salida de sí exige audacia, capacidad de articular un lenguaje claro, desapegarse de los lugares de confort y asunción de riesgo. Escribe Emmanuel Mounier: “Esa actitud comienza en el instante en que llego yo, individuo singular, a ponerme en el lugar del otro, amigo o enemigo, a salir de mí para entrar en sus miras, a juzgar su justicia como si fuese mi justicia, a tomar sobre mi propia causa la perspectiva que me permita esa comunión de espíritu, a reprimir en mí los sentimientos de amor propio o de la ambición, incluso colectivos, que disimulo bajo el amor de mi país para justificarme con ellos”.
La salida de sí es fundamental en la cultura del encuentro. Jorge Mario Bergoglio utiliza una categoría que da qué pensar: la proximidad. No es un concepto físico; es una noción ética. Ser próximo al otro significa asumir su dolor como propio, sentir su pathos como algo que me afecta a mí. Esta experiencia nos hace vulnerables y, por ello mismo, profundamente humanos. Sin embargo, el miedo a sufrir, a padecer lo que el otro padece, a sucumbir al mismo drama, nos conduce a fortalecer el caparazón que me separa de él, de tal modo que lo concibo como alguien ajeno a mi vida, a mi responsabilidad, a mis compromisos.
Desde el personalismo se subraya el valor del encuentro, la necesidad del diálogo como camino de pacificación, pero, al contrario de lo que algunos opinan, no es una opción filosófica ingenua o cursi, pues parte de un profundo conocimiento de los escollos que presenta la misma realidad. Como dice Emmanuel Mounier, persiste en el ser humano una suerte de opacidad interior que le incapacita para abrirse totalmente al otro, para salir de su hábitat, para desapegarse de sus prejuicios y precomprensiones. Esta opacidad fundamental, esta resistencia a darse y a recibir al otro, a amar, es lo que teológicamente puede denominarse el pecado original.
En el nº 2.890 de Vida Nueva